CAP VI
Por fin había llegado a la posada.
Pasó como alma que lleva el diablo junto a
mesonera, y sin hacer caso a la mujer que le preguntaba si iba a comer, corrió
escaleras arriba hacia la seguridad de su habitación.
Cerró la puerta tras sí y apoyada en la misma
intentó que su respiración, agitada por la carrera volviera a su cadencia
normal. Una ver recuperado el resuello, Ardelia se sentó sobre la cama y
depositó en ella un pergamino y una bolsa de cuero. Ese era el contenido del Cofre, que según el Rabí,
su abuelo había dejado allí, para ella hacía muchos años.
“Su abuelo”. Le sonaba muy raro que esa
palabra se refiriera a algo suyo. Nunca había pensado en que tenía una familia,
pero de hecho, la debía tener. Todos los seres humanos tienen, al menos, padre
y madre, dos abuelas y dos abuelos, y ella no iba a ser la excepción.
Cogió la bolsa de cuero, desanudó el lazo que
la cerraba y vertió su contenido encima de la cama. Una gran cantidad de monedas,
todas iguales y con un precioso brillo
dorado, como si estuvieran recién sacados de la Ceca más importante del Reino,
se desparramaron sobre la colcha gris. Ardelia cogió una de ellas y reconoció de inmediato la moneda. Su Abuela
le había enseñado una igual, que guardaba con celo. Era un doblón de a cuatro,
o media Onza, y equivalía a cuatro escudos corrientes. Una verdadera fortuna.
La muchacha, con mano temblorosa
desenrolló el manuscrito, que en
realidad eran dos diferentes, enrollados
uno sobre el otro y que estaban
lacrados con un sello en el que se adivinaba una especie de rio con dos picas o
lanzas cruzadas.
A mi nieta
Ardelia.
Doy gracias al
altísimo por que hayas llegado a leer esta misiva, ya que es señal de que tu
madre, Azalía, ha cumplido con la
palabra que me ha dado. La tristeza que me inunda en esta hora me impide
contarte todo lo que deberías saber sobre tu vida. Lo importante es que
cumplas al pie de la letra con mis
instrucciones. Te he dejado, custodiado por el Rabí Shalomón, una buena
cantidad de oro que cubrirá tus gastos por una larga temporada. Con él, deberás
viajar hasta la muy noble ciudad de Valladolid, y una vez allí, conducirte
hasta la casa de Don Sancho Hernández de Lizarra, amigo nuestro y mi albacea,
en el que podrás confiar ciegamente, que te protegerá, te informará de la historia
de nuestra familia y te entregará la
Herencia que por derecho te pertenece. Adjunto a este documento está tu partida
de bautismo en la que apareces como hija
natural mía y de Azalía Ben Shajar. Se que estás confundida, pero, cuando
hables con don Sancho, él te sacará de todas las dudas que seguro ahora mismo
atormentan tu alma.
Vé, hija mia, y
que el Altísimo te acompañe.
Claude de Merode,
Valladolid, Diciembre de 1442
Ardelia se echó hacia atrás, quedando acostada
sobre la cama, mirando al techo, apabullada por el giro que los acontecimientos
estaban dando a su hasta ahora triste vida. Tenía un abuelo, que constaba
legalmente como su padre, una madre
Hebrea y una pequeña fortuna en su poder.
Una de sus manos se posó encima
del acúmulo de monedas, y se percató de un objeto que hasta ahora no había
visto confundido entre el brillo del oro.
Lo cogió y… sí,, era un anillo.
Un Sello dorado donde lucía el mismo dibujo que lacraba el pergamino que
cambió su vida. Se lo colocó en el dedo anular y vio que le venía perfecto.
Ahora podía observar mejor el dibujo del
sello. Eran dos agujas enhebradas sobre un puente de piedra bajo el que corría
un rio.
La muchacha se durmió sobre su pequeña
fortuna, con el anillo en su dedo y el espíritu terriblemente confundido.
Despertó sobresaltada con unos golpes que
sonaban en la puerta.
Ardelia, muchacha,
¿estás bien? , es hora de cenar, y todavía no has comido. Contesta, criatura o
tiro la puerta abajo.
Gracias mesonera,
bajo enseguida, tengo un hambre de lobo.
La joven se arregló las ropas y el pelo y bajó a la taberna de la posada, donde se
servían las comidas.
Ya era hora, niña, dijo mesonera poniendo delante
de Ardelia un plato de gachas y una cuchara. No puedes estar todo el día sin
alimentarte.
¿No tendrías por
ahí algo más consistente mesonera? Me apetece algo más que gachas esta noche.
Dijo Ardelia rechazando el plato.
Sí claro, ¿Qué le
apetece a vuecencia?¿Buey asado?¿ Capón al horno?¿O quizá faisán?. Bromeó la mesonera.
No estoy de broma, dijo muy seria Ardelia, hoy me apetece algo de carne, queso y vino.
Al ver la cara de extrañeza de la mesonera,
añadió
Te lo pagaré, no
te preocupes, la fortuna me ha sonreído hoy.
Veo que tu visita
a la Aljama, ha sido provechosa, dijo la mesonera dirigiéndose a
la cocina. Voy a ver lo que te
puedo ofrecer.
La mujer volvió con un plato de embutido y
queso, pan, vino y aceitunas zajadas.
Lo siento, no
tengo carne hoy, pero mañana se la encargaré al carnicero y te podré hacer un
buen estofado.
Y encarga a doña
Micaela la del horno algún dulce también, dijo Ardelia caprichosamente.
La mesonera sonrió. Lo que ordene vuestra Señoría, dijo haciendo una exagerada
reverencia.
También necesitaré
tomar a mi servicio a una doncella, que me asista y me acompañe, dijo Ardelia mientras partía un
trozo de pan y saboreaba las aceitunas,
sin hacer caso del sarcasmo de la mesonera.
Mañana también me ocuparé
de eso, conozco a una viuda, temerosa del Altísimo, que necesita
deshacerse de sus hijas. Demasiadas bocas
que alimentar para ella sola, y la menor puede que sea perfecta para ser tu doncella, dijo la mesonera mientras
pensaba en el cambio que se había producido en Ardelia.
Ojalá que la niña
sirva, por que mañana quiero ir al Zoco a comprar ropa,,,, y cintas,,, y
perfumes,,, y no debo ir sola. Dijo la muchacha con la boca
llena de queso.
Vaya vaya, pensó mesonera, de ser una joven sin apenas recursos por la
mañana a una acaudalada dama al caer el día. Supuso que el sello de oro que
la muchacha lucía en su dedo anular, y que no le había visto antes, tendría
algo que ver en el súbito cambio de su fortuna.
Cuidado niña con
tanta compra, que aunque se llene de
jaeces, la mula nunca será yegua.
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