CAP XIII
El
atardecer arrancaba destellos grana en la fachada del Palacio de
Arriaga, de ladrillo rojo y piedra caliza. Su famosa ventana esquinada,
adornada con el blasón de los Hernández de Lizarra, vigilaba orgullosa el magnífico
retablo petreo de la iglesia Conventual de San Pablo, que daba nombre a la
plaza.
Junto al fuego de la chimenea de su despacho,
que entibiaba la tarde de Abril, todavía fresca en Pucela, don Sancho pasaba
las horas de su dorado retiro escribiendo con cuidadosa caligrafía y exquisitos
dibujos su propia copia del Cantar del Mio Cid. La meticulosidad, el colorido y
la historia misma relajaban su espíritu y mente.
La Afrenta de Corpes le tenía totalmente
abstraído frente a su escribanía cuando
la puerta del despacho se abrió y un sirviente entró en el despacho.
Con la venia de su excelencia, el joven y
apuesto sirviente, como lo eran todos los lacayos de la casa de Arriaga, llamó
la atención de su señor tímidamente.
Espero que el rey no necesite mi consejo hoy,
dijo con su voz de Trueno el Antiguo
Presidente del Real Concejo de Ganaderos de la Mesta de Castilla. La gota me
está matando.
El soldado Rogelio viene con un mensaje, dice
que procede de un huésped de la Posada
de Bifrost.
¿Bifrost?, que querrán de mí desde ese nido
de impíos?, Hazlo pasar.
El sirviente salió de la sala inclinado la
cabeza, y Rogelio entró acto seguido.
Excelencia, dijo el anciano saludando
respetuosamente.
Menos reverencias, viejo truhan , que a solas
podemos prescindir de protocolos.
Nobleza obliga, Sancho, dijo el soldado
sonriendo.
Acércate y toma unos dulces que me acaban de
subir para la merienda.
Rogelio frunció el ceño.
Regados con un buen vino de mi hacienda de
Sábada, por supuesto, rio don Sancho.
No te lo voy a despreciar, pero antes te hago
entrega de la misiva que me ha traído a tu casa, dijo el pucelano, poniendo
sobre la mesa el pergamino lacrado.
No acierto a imaginar que querrá de un viejo
caduco como tú y ajeno además a todo lo que huela a hembra, una joven tan
exquisita como la que me lo ha encomendado, dijo el soldado catando un rollito
de masa frito en miel.
Si se aloja en Bifrost, no será tan
exquisita, opinó el de Arriaga.
Sancho cogió en sus manos el pergamino y al
ir a romper el sello se percató del dibujo marcado en el rojo lacre.
Rogelio observó, mientras paladeaba el vino joven
y afrutado, como el gesto del Consejero Real se torcía y su cara cambiaba de
color a medida que leía el mensaje.
Malas noticias?, preguntó el pucelano.
Cuando terminó la lectura del breve mensaje ,
la voz del de Arriaga volvió a tronar .
Rogelio, has de volver raudo a Bifrost y
traer aquí a esa joven, no puede estar ni un minuto más en semejante
establecimiento. Se alojará en mi casa hasta que se resuelva su futuro.
¿Alojarse en tu casa?, el soldado se
atragantó con el vino, ¿Aquí?
¿Donde si no?, no seas indiscreto y haz lo
que te digo con diligencia. Se te compensará generosamente. Ve raudo, uno de
mis sirvientes te acompañará por si la dama trae exceso de equipaje.
Sin más preguntas, Rogelio salió tan rápido
como sus añosas piernas le permitieron, pensando que jamás una mujer, desde que
la madre de don Sancho, doña Mecía falleció, se había alojado bajo el techo de
Arriaga.
Cuando quedó solo, el anciano releyó
incrédulo el exiguo mensaje, lacrado con el sello de su amigo de Merode.
Al Señor de
Arriaga, don Sancho Hernández de Lizarra
Un mensaje
llegó a mis manos hace poco más de un
mes, aunque su autor lo escribió hace más
de 20 años. En el encomendaba mi suerte y mi fortuna a usted, don Sancho, que
ni me conoce y al que no conozco. Solo espero que mi nombre le sea más familiar
a usted que a mí el suyo. Me llamo
Ardelia de Merode, y el hombre que escribió la misiva fue, o en ella
dice ser, mi abuelo Claude.
Espero sus
noticias expectante.
Nunca tan pocas
líneas causaron tanta conmoción en el espíritu de Sancho, y trajeron a la
memoria de este, sucesos y sensaciones olvidadas, ocurridas en años pasados,
tan vívidas y frescas como si hubieran sucedido el día anterior.
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