CAPITULO II
Ypres, Flandes, Ducado de Borgoña, Junio
1441.
Claude
La ciudad de Ypres, en la región Occidental
de Flandes era célebre en todos los Reinos Europeos por su exquisita
manufactura de paños de lana. Ganaderos de toda la zona acudían a vender la
lana de sus rebaños a las ciudades manufactureras de Gante, Brujas y la misma
Ypres, que se habían convertido en la más prósperas y ricas de todo Flandes, el
cual estaba por aquel entonces bajo el gobierno del ducado de Borgoña.
Claude de Merode andaba de un lado a otro de
su despacho con la mano en la barbilla, pensativo. El crujido de su túnica gris
al andar resonaba en el silencio de la estancia. Sus importaciones de la
excelente lana merina que se producía en las lejanas tierras de Castilla y con
la que se producían excelentes paños podían estar en peligro. Los pañeros
castellanos reclamaban más apoyo para su industria, argumentando, no sin razón
que manufacturar la lana en Castilla era más rentable que exportar el producto
en bruto para luego comprarlo una vez facturado. Siempre atento a cualquier
novedad que afectase a su negocio, el acaudalado comerciante en paños y sedas
coqueteaba con la posibilidad de viajar hacia la corte de Juan II, donde
reinaba de hecho el todopoderoso condestable Álvaro de Luna, para conocer de
primera mano los entresijos de la política del Reino que afectaran al comercio
de la lana y que manejaban con férrea mano el Honrado Concejo de la Mesta y el
consulado de Burgos.
Pero su segunda esposa, la joven Julianna se
encontraba a punto de dar a luz al primer hijo de ambos, y no tenía ninguna
gana de alejarse de su hogar. Por otra parte no podía esperar al parto que se
produciría a finales de Agosto, el tiempo del viaje era ahora, en verano, y
tampoco deseaba que la tardanza hiciera que un colega avispado se hiciera con
el monopolio de la famosa lana.
La puerta del despacho se abrió y con una
inclinación de cabeza, un sirviente pidió permiso para hablar.
Claude hizo un gesto con la mano
autorizándole pero sin salir totalmente de sus pensamientos.
Perdone su señoría
pero se trata del joven Laurent, dijo titubeante el sirviente.
El comerciante alzó la cabeza. ¿Qué habría
hecho ahora su díscolo hijo? Laurent de 21 años y sus hijas gemelas Marie y
Marguerite eran el fruto de su primer matrimonio. El parto de las niñas le
costó la vida a su querida esposa Marnee, hacía ya 12 años.
Habla sin miedo
Alphonse, nada de lo que haga mi hijo puede sorprenderme.
Parece que ayer
tuvo un encontronazo imprevisto con un marido que protegía la honra de su
esposa y en la reyerta, el marido agraviado resultó muerto.
Vaya, este hijo
mió, solo me da quebrantos. ¿y quien es el afectado?
Pues ese es el
problema, señoría, el difunto es, o mas bien, era, el señor de Harlebek.
Claude de Merode se echó las manos a la
cabeza mesando sus bien peinadas canas.
Santo Dios, ¿Carlos de Harlebek dices
Alphonse?
Si señoría, el
mismo, dijo el sirviente
mirando fijamente al suelo de madera barnizada.
Carlos de Harlebek, era amigo íntimo y
consejero del duque Felipe, Un hombre bueno pero apocado que había matrimoniado
con Lucinda de Rethel, dama famosa por su belleza y por la ligereza con la que
otorgaba sus favores a todo doncel que le agradara. Aun conociendo los
antecedentes de la casquivana señora de Harlebek, no era una cuestión baladí ni
mucho menos la muerte de un favorito del duque.
¿ Y se le ha
tenido que ocurrir al excelso cornudo limpiar la negra honra del pendón de su
mujer cuando era mi hijo quien la hollaba? Masculló entre dientes el de Merode.
Claude tomó una decisión drástica en aquel
mismo momento.
Dispón todo lo
necesario para un largo viaje. Laurent saldrá hoy mismo hacia Castilla a
negociar la compra de lana con mi amigo Sancho de Lizarra. Y tú le acompañarás,
necesito alguien de confianza que me envíe reportes fiables de todo el viaje.
Claude despidió a su sirviente, que se retiró
inclinando la cabeza ante su amo.
Había que alejar a Laurent de la corte
Borgoñona y que mejor que enviarlo en viaje de negocios a las tierras más
lejanas posibles. Ya se encargaría él de que las aguas volvieran a su cauce en
relación con la muerte de Carlos de Halderberk antes del retorno de su
primogénito.
Se sentó en el cómodo sillón de madera de su
despacho y tomando cálamo y papel se dispuso a escribir a Sancho Hernández de
Lizarra, Señor de Arriaga y Presidente del Real Concejo de Ganaderos de la
Mesta de Castilla
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