jueves, 19 de abril de 2012


CAPITULO II
Ypres, Flandes, Ducado de Borgoña, Junio 1441.
Claude
La ciudad de Ypres, en la región Occidental de Flandes era célebre en todos los Reinos Europeos por su exquisita manufactura de paños de lana. Ganaderos de toda la zona acudían a vender la lana de sus rebaños a las ciudades manufactureras de Gante, Brujas y la misma Ypres, que se habían convertido en la más prósperas y ricas de todo Flandes, el cual estaba por aquel entonces bajo el gobierno del ducado de Borgoña.
Claude de Merode andaba de un lado a otro de su despacho con la mano en la barbilla, pensativo. El crujido de su túnica gris al andar resonaba en el silencio de la estancia. Sus importaciones de la excelente lana merina que se producía en las lejanas tierras de Castilla y con la que se producían excelentes paños podían estar en peligro. Los pañeros castellanos reclamaban más apoyo para su industria, argumentando, no sin razón que manufacturar la lana en Castilla era más rentable que exportar el producto en bruto para luego comprarlo una vez facturado. Siempre atento a cualquier novedad que afectase a su negocio, el acaudalado comerciante en paños y sedas coqueteaba con la posibilidad de viajar hacia la corte de Juan II, donde reinaba de hecho el todopoderoso condestable Álvaro de Luna, para conocer de primera mano los entresijos de la política del Reino que afectaran al comercio de la lana y que manejaban con férrea mano el Honrado Concejo de la Mesta y el consulado de Burgos.

Pero su segunda esposa, la joven Julianna se encontraba a punto de dar a luz al primer hijo de ambos, y no tenía ninguna gana de alejarse de su hogar. Por otra parte no podía esperar al parto que se produciría a finales de Agosto, el tiempo del viaje era ahora, en verano, y tampoco deseaba que la tardanza hiciera que un colega avispado se hiciera con el monopolio de la famosa lana.



La puerta del despacho se abrió y con una inclinación de cabeza, un sirviente pidió permiso para hablar.

Claude hizo un gesto con la mano autorizándole pero sin salir totalmente de sus pensamientos.

Perdone su señoría pero se trata del joven Laurent, dijo titubeante el sirviente.

El comerciante alzó la cabeza. ¿Qué habría hecho ahora su díscolo hijo? Laurent de 21 años y sus hijas gemelas Marie y Marguerite eran el fruto de su primer matrimonio. El parto de las niñas le costó la vida a su querida esposa Marnee, hacía ya 12 años.
Habla sin miedo Alphonse, nada de lo que haga mi hijo puede sorprenderme.
Parece que ayer tuvo un encontronazo imprevisto con un marido que protegía la honra de su esposa y en la reyerta, el marido agraviado resultó muerto.
Vaya, este hijo mió, solo me da quebrantos. ¿y quien es el afectado?
Pues ese es el problema, señoría, el difunto es, o mas bien, era, el señor de Harlebek.
Claude de Merode se echó las manos a la cabeza mesando sus bien peinadas canas.
Santo Dios, ¿Carlos de Harlebek dices Alphonse?
Si señoría, el mismo, dijo el sirviente mirando fijamente al suelo de madera barnizada.

Carlos de Harlebek, era amigo íntimo y consejero del duque Felipe, Un hombre bueno pero apocado que había matrimoniado con Lucinda de Rethel, dama famosa por su belleza y por la ligereza con la que otorgaba sus favores a todo doncel que le agradara. Aun conociendo los antecedentes de la casquivana señora de Harlebek, no era una cuestión baladí ni mucho menos la muerte de un favorito del duque.
¿ Y se le ha tenido que ocurrir al excelso cornudo limpiar la negra honra del pendón de su mujer cuando era mi hijo quien la hollaba? Masculló entre dientes el de Merode.
Claude tomó una decisión drástica en aquel mismo momento.
Dispón todo lo necesario para un largo viaje. Laurent saldrá hoy mismo hacia Castilla a negociar la compra de lana con mi amigo Sancho de Lizarra. Y tú le acompañarás, necesito alguien de confianza que me envíe reportes fiables de todo el viaje.
Claude despidió a su sirviente, que se retiró inclinando la cabeza ante su amo.
Había que alejar a Laurent de la corte Borgoñona y que mejor que enviarlo en viaje de negocios a las tierras más lejanas posibles. Ya se encargaría él de que las aguas volvieran a su cauce en relación con la muerte de Carlos de Halderberk antes del retorno de su primogénito.
Se sentó en el cómodo sillón de madera de su despacho y tomando cálamo y papel se dispuso a escribir a Sancho Hernández de Lizarra, Señor de Arriaga y Presidente del Real Concejo de Ganaderos de la Mesta de Castilla

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