jueves, 3 de mayo de 2012

Epílogo 

1442 

a las noches de pesadilla le sucedían días infernales. 

de" la casa de la loca", como ya llamaban sus vecinos al hogar de Azalía, solo salían gritos escalofriantes, aullidos aterradores. 

El espectro del viejo Sholomón, con la cabeza sangrante y el del rubio flamenco cubierto de pústulas purulentas se turnaban para atormentar la fragil psique de azalía. 

Ni de noche ni de día daban descanso a la mujer. 

Desde que dio a luz a su hija las visitas de estos espectros se hicieron continuas. Azalía trataba de huir de ellos, pero era imposible. Avanzaban hacia ella sin ninguna tregua culpándola de sus tristes destinos. 

Una noche, La hebrea no pudo soportarlo más y con la razón totalmente desquiciada, cogió a la niña, a la que hacía responsable de todos sus males, abandonó la casa de la aljama, adentrándose en la Sierra de María, como se llama el monte Bilbilitano, para nunca más volver. 

Allí, en la espesura del bosque, se deshizo Azalía de sus fantasmas, y por eso jamás volvió a la civilización. 

Allí educo a su hija, a la que jamás mostró aprecio ni cariño, aunque de alguna manera protegió, haciéndola creer su nieta, y apartándola de sus raíces hebreas, enseñándola a leer y a comportarse, preparándola, quizá para que Ardelia, un día fuera la mujer libre, fuerte y feliz que ella jamás había conseguido ser.

martes, 1 de mayo de 2012


Cap XVI

Los días siguientes fueron tremendamente ajetreados. Don Sancho y yo  pasamos horas y horas hablando largamente.
Me intrigaba la relación que unía a Don Sancho con mi madre. ¿Qué podían tener en común un alto cargo del gobierno del consejo de la Mesta, Consejero privado de la Corona,  de Noble de cuna y rancia estirpe,  amén de Aristótélico viejo, con la bella esposa de un anciano Cambista Hebreo? Y debía ser una relación estrecha e íntima ya que Sancho conocía detalles de la vida de mi madre que estaban enclavados en el ámbito de lo privadísimo, cosas que solo una amiga o un amante sabrían.
Don Sancho era consciente de que esa sombra planeaba sobre la historia de mi madre y tubo a bien  despejármela sin ponerme en el brete de tener que preguntar.
Me relató, no sin antes hacerme jurar que nunca revelaría esta información,  como cierto día que Había acudido a casa del Hebreo a tratar asuntos de negocios acompañado de un “joven amigo”. En un momento dado en el que el Cambista se ausentó para buscar unos legajos, Azalía, involuntariamente sorprendió una discusión entre ambos varones, que descubrió la íntima relación que los unía. El joven se marchó precipitadamente y Sancho abrió su corazón a la Hebrea, que desde aquel instante se convirtió en su confidente y amiga más allegada.
Había recibido mi herencia. Era una mujer de alta posición y saneada economía. Hoy iba a conocer la hacienda “el Hereje”, que sería mi residencia en Valladolid, y en días posteriores viajaría hasta Burgos para poner en orden mi casa en la Capital.
Empezaba para mi una nueva vida. Ahora sabía quien era, de donde Venía y el futuro se abría ante mi esplendoroso. Algunas sombras se cernían todavía sobre la historia de Azalía, mi madre, pero eran sucesos que solo ella podía iluminar, y ella, ya no estaba conmigo.

jueves, 26 de abril de 2012


CAP XV

Febrero 1442

Ya era noche cerrada cuando la Aldaba de la casa de Abenfayá resonó en la oscuridad. Ruth, la doncella abrió la puerta con precaución.

¿Quien llama a estas horas?

Mi nombre no te interesa, dijo la mujer envuelta en un manto rojo oscuro al tiempo que empujaba la puerta, entrando en el angosto zaguán.

Un penetrante aroma almizclado inundó la entrada.

La mujer, sin retirarse el manto de la cara, pidió a la doncella que la condujera ante la Señora Azalía Abenfayá.

Tu Ama me espera.

Avisaré a mi señora, permanezca aquí, dijo Ruth con desconfianza,
Dirigiéndose hacia el interior de la casa, y apareciendo en breves instantes.

La señora la recibirá, sígame.

La doncella guió a la misteriosa mujer hacia la sala de la casa del difunto cambista, donde Azalía, que ya contaba siete meses de gestación esperaba a la mujer sentada tras la mesa del que fue despacho de su esposo.

Sal y cierra la puerta, Ruth. Debo hablar con la señorita.

La doncella salió con evidente gesto de desprecio hacia la mujer.

Toma asiento, dijo Azalía.

La visitante se desprendió del manto que la cubría, dejando al descubierto su extraordinaria belleza

Era una mujer joven, de unos 25 años de edad, con larga melena suelta y rostro angelical, cuerpo redondeado en las caderas, estrecho en la cintura y de voluptuoso pecho. La clase de hembra podía volver loco a cualquier hombre.

El trabajo está hecho. El infeliz no duró más de una semana. Su cuerpo reposa inerte en la cripta de San Pablo, creo que su padre se lo va a llevar hasta las tierras de Flandes. El acento de la mujer era cantarino y ceceante, como de las tierras del Sur.

Azalía se inclinó hacia la mujer.

¿Estás segura?

Como que algún día debo morir. Dijo la mujer con convencimiento.

Espero que no te haya sido muy molesto el trabajo. dijo Azalía con duro gesto en el rostro.

El caballero era muy apuesto. No fué ningún sacrificio yacer con él. Como me indicó, lo encontré en la ciudad de Valladolid, y fue muy fácil llegar hasta él. En cuanto sus ojos se posaron en mi, deseó mi cuerpo y pagó lo que le pedí por mis servicios,( que no fueron baratos), con agrado.



Y ahora vas a cobrar tu verdadero salario. El de una asesina que mata a sus víctimas sin dagas ni espadas.

En el pecado va la penitencia, señora. Dijo Juana Contreras, y mis “poderes” le han sido muy útiles a muchas gentes principales, como ahora a usted.

Cuando la rabia le comía por dentro, la impotencia de saber que Laurent de Merode campaba alegre por el mundo sin castigo ni condena, empezó a madurar en la mente de Azalía la idea de acabar con su vida, y elucubrando con la mejor manera a su alcance, recordó aquel cliente de Sholomón que le contó de una bellísima mujer que inmune a la enfermedad, sí era capaz de transmitirla a todo varón que con ella yaciera.

¿Sabes si ha sufrido? preguntó Azalía.

Como un perro dicen que gritaba, lleno de pústulas malolientes por todo el cuerpo e incluso dentro de su garganta, hasta que expiró ahogado en su propia sangre.

Has cumplido, Juana, aquí tienes el pago de tu trabajo. Te lo mereces, dijo Azalía.

La mujer sopesó sonriente, el saquito lleno de monedas, en las que habían valorado la vida del Flamenco.

Tengo un hijo que vive con mi madre en Cádiz, donde nací. Es mi intención abrir una posada en mi tierra, y retirarme de este “negocio" .Quizá así el Altísimo perdone mis pecados y me dé un sitio a su lado el día del Juicio final.

Ve con El Juana. Lo que has hecho ha sido Justicia, y eso no es ningún pecado.

La mujer salió de la estancia, envuelta en su manto rojo y dejando tras ella el penetrante aroma a almizcle que la precedía.

Aquella noche, la figura del rubio, llena de pústulas supurantes, visitó por primera vez los sueños de Azalía, tan real y amenazante como aquella noche infausta de hacía siete meses.

CAP XIV
Entre exquisitos bocados de perdiz escabechada, un pan tan blanco como nunca antes había degustado, y regado todo con exquisito vino de la tierra, la noche se alargó hasta la madrugada y la historia de mi familia, mi historia, se reveló ante mis ojos nítida y sorprendente.

La que yo creía mi abuela Leonor era realmente mi madre, Azalía Ben Shajar, viuda de uno de los cambistas hebreos más ricos de Zaragoza. Mi padre, un hombre despreciable, que la ultrajó y mató a su marido se llamaba Laurent, hijo de Claude de Merode, un acaudalado comerciante en paños flamenco, el cual era cliente del cambista Hebreo y amigo de Don Sancho Hernández de Lizarra.
Mi madre, Azalía, amiga también de Don Sancho, tenía ya una edad avanzada cuando el de Merode la forzó, dejándola preñada y viuda.
Lo arregló todo antes de mi nacimiento para desaparecer del mundo como Azalía y resurgir después como Leonor, viuda acaudalada y cristiana vieja, pero en los días posteriores a mi nacimiento su rastro y por consiguiente el mío se perdió en la Aljama de Calatayud, en su casa natal, siendo infructuosas las búsquedas que llevaron a cabo Don Sancho y mi Abuelo, que viajó a Castilla alarmado por las cartas de Azalía, y del propio Sancho.

Cuando Claude y Sancho llegaron a la casa de Calatayud buscando a Azalía y a su hija, los vecinos les dijeron que la mujer que allí habitaba, había desaparecido de un día para otro como si de magia se tratara. Nos buscaron intensamente por toda la zona sin ningún resultado, dándonos finalmente por muertas.
Mi abuelo, sin querer dar a su nieta por perdida totalmente y aferrándose a una carta en la que Azalía le prometía que conocería a su nieta antes o después, dejó recado en la Aljama de Zaragoza, recado que al final, y por esos albures del destino llegó a fructificar.

Y mi padre ¿ Vive? Pregunté

No, tu padre murió pocas semanas antes de tu nacimiento, aquí en mi casa, y tu abuelo Claude nos dejó hace solo dos años, aquejado de una larga y penosa enfermedad. Murió en su casa de Ypres, rodeado de tus tías y de su segunda esposa.



Pero mi padre era muy joven, ¿de que murió?

Unas extrañas fiebres acabaron con el en apenas tres dias, Claude, tu abuelo, se llevó el cuerpo a su país para darle allí sepultura.

¿Entonces, no me queda en estos reinos familia alguna?, dije apesadumbrada.

Lamentablemente no, a menos que no quieras considerarme a mí como tal, que estoy tan solo en este mundo como tú, querida. Pero no todo iban a ser malas noticias. Ahora tengo que entregarte la herencia que tu madre, mi añorada Azalía te legó

¿Herencia?, mi madre vivió toda su vida en un chozo en el monte. ¿Qué pudo dejarme?

Esa huída al monte que me has relatado, es algo que no alcanzo a entender, a no ser que la desdichada perdiera la razón cuando tú naciste. Dijo el anciano casi para sí mismo.

Como te he explicado, tu abuelo Claude le compró casi todas sus propiedades y negocios, heredados del cambista, y el montante de esa compra ha sido invertido por mí, como albacea de tu madre, todos estos años, consiguiendo buenos beneficios.

Don Sancho hizo una pausa para refrescar la garganta con un buen trago de vino y continuó.

Todo eso es tuyo, y te aseguro que es una cantidad que te hace una mujer rica. Además de la casa de Calatayud que ya conoces, dispones de una casa palacio en Burgos y una explotación vinícola aquí en Valladolid, que sigue estando a pleno rendimiento, se llama “hacienda El Hereje” y los caldos que salen de sus bodegas son de los mas apreciados por los nobles del Reino y de los Reinos adyacentes. Somos proveedores incluso de la Casa Real, bueno, tú lo eres ya que eres tú la legítima propietaria.

Me pareció que no había oído bien, e interrogué al anciano con la mirada

¿Una mujer rica?, ¿yo? murmuro, apenas consigo creer que estas palabras se refieran a mi, ni aunque salgan de la boca de uno de los nobles más principales del Reino.

Don Sancho se dio cuenta de la confusión y el cansancio que reflejaban mi rostro y mis palabras, y dio por zanjada la madrugada de revelaciones y secretos.

Es muy tarde, en pocas horas amanecerá, y han sido demasiadas las emociones vividas hoy, querida niña. Debemos retirarnos a descansar, mañana seguiremos hablando y poniendo al día todos tus asuntos.

Don Sancho agitó una campanilla, apareciendo de inmediato un somnoliento lacayo.

Acompaña a la dama a la habitación de invitados que han preparado para ella y acomoda a su sirvienta con las doncellas. El joven se quedó parado en el sitio. No esperaba esa orden de su amo, más afín a alojar caballeros de gentil figura que a damas tan bellas como esta.

No se que os pasa a todos hoy, bramó Don Sancho al ver que el joven permanecía inmovil, haz lo que te digo con presteza.

El sirviente salió de su confusión de inmediato y me indicó el camino hasta los aposentos que Don Sancho me había asignado.

Ve con él, Ardelia, y descansa. Mañana empieza tu nueva vida y yo te ayudaré en todo lo que necesites. Así se lo prometí a tu abuelo y a tu madre y así lo cumpliré.

El lacayo alumbraba el camino con una lámpara, y yo le seguía casi sin darme cuenta, inmersa en el maregmanum de sensaciones y sentimientos despertados por el relato de Son Sancho

CAP XIII
Un sirviente de la casa de Arriaga se acercó y respetuosamente se ofreció a guardar mis pertenencias. Con gesto pausado me desprendí del manto azul que cubría mis hombros, siendo recogido cuidadosamente por el lacayo, que abrió acto seguido la pequeña puerta de madera oscura, con los típicos cuarterones castellanos que daba paso al despacho de Don Sancho.

Avancé unos pasos en el interior de la estancia, hacia el anciano que se encontraba sentado frente a la chimenea, con la pierna derecha apoyada en un rojo escabel, cuando llegue frente a él me incliné haciendo la genuflexión de rigor.

Excelencia, exclamé con la mirada en el suelo encerado.

Eres la viva imagen de tu madre, me dijo el hombre con voz grave pero afectuosa, acércate.



Presta y decidida me aproximé al voluminoso noble, que contaba unos 60 años de edad, pelo escaso y blanco pero con unos vivos ojos castaños que denotaban inteligencia y agudeza. Me cogió de la mano y mirando mi rostro fijamente añadió.

Disculpa que no me levante, pero sufro del mal de la Gota y hoy particularmente me tiene postrado en este sillón, sin que mis galenos sepan como aliviarme. Siéntate aquí conmigo querida, tenemos mucho que hablar, dijo señalando un escabel gemelo del que sostenía su pierna enferma.

La cara y el pelo son sin duda idénticos a los de tu desdichada madre, pero los ojos son azules como los de Laurent y el porte y el aire de confianza en ti misma son los de tu Abuelo, mi buen amigo Claude. Azalía, tu madre jamás fue feliz, y siempre un velo de tristeza ensombreció su angelical rostro.

Al oir esas palabras, llamar por sus nombres, hasta ahora desconocidos a personas de mi familia, mi fortaleza y templaza se derrumbaron, y caí en el escabel como caían las lágrimas por mi rostro.

No llores criatura, dijo don Sancho enjuagando con un pañuelo cuajado de puntillas mi cara. Creo que a partir de ahora nada tendrás que temer. Cuéntame que ha sido de tu vida hasta este día.

Reconfortada por las palabras del de Arriaga, relaté de una vez lo que había sido mi vida hasta ahora. Mi vida aislada en el campo junto a mi Abuela Leonor, como esta había fallecido y como dejé Calatayud para ir a la capital donde un mensaje recogido en la Aljama de Zaragoza cambió mi vida y me llevó hasta aquel Palacio de Valladolid.

Don Sancho asentía con la cabeza a medida que yo le relataba mis visicitudes, fruncía el ceño o sonreía según el relato se tornara.

Y eso es todo hasta hoy, que las palabras de aquel mensaje me trajeron ante la presencia de usted. Dije cuando terminé mi relato

Es mucho lo que yo tengo que contarte, querida, así que pediré que nos traigan la cena aquí. ¿no te importa tomar un refrigerio informal aunque sea en este mismo despacho?.

Lo único que ansío es que la verdad de mi vida y mi familia me sea revelada sin tardanza. Tengo que saber quien soy ya que sospecho que nada de lo que yo había dado por sentado es cierto.

Tienes mucha razón, dijo Don Sancho, y aunque es posible que haya partes de tu historia que todavía queden en la penumbra, trataré de aportar el máximo de luz posible, pero ahora cenemos, nos espera una larga noche


CAP XIII

El  atardecer arrancaba destellos grana en la fachada del Palacio de Arriaga, de ladrillo rojo y piedra caliza. Su famosa ventana esquinada, adornada con el blasón de los Hernández de Lizarra, vigilaba orgullosa el magnífico retablo petreo de la iglesia Conventual de San Pablo, que daba nombre a la plaza.



Junto al fuego de la chimenea de su despacho, que entibiaba la tarde de Abril, todavía fresca en Pucela, don Sancho pasaba las horas de su dorado retiro escribiendo con cuidadosa caligrafía y exquisitos dibujos su propia copia del Cantar del Mio Cid. La meticulosidad, el colorido y la historia misma relajaban su espíritu y mente.
La Afrenta de Corpes le tenía totalmente abstraído  frente a su escribanía cuando la puerta del despacho se abrió y un sirviente entró en el despacho.
Con la venia de su excelencia, el joven y apuesto sirviente, como lo eran todos los lacayos de la casa de Arriaga, llamó la atención de su señor tímidamente.
Espero que el rey no necesite mi consejo hoy, dijo  con su voz de Trueno el Antiguo Presidente del Real Concejo de Ganaderos de la Mesta de Castilla. La gota me está matando.
El soldado Rogelio viene con un mensaje, dice que procede de un huésped de la  Posada de Bifrost.
¿Bifrost?, que querrán de mí desde ese nido de impíos?, Hazlo pasar.

El sirviente salió de la sala inclinado la cabeza, y Rogelio entró acto seguido.
Excelencia, dijo el anciano saludando respetuosamente.
Menos reverencias, viejo truhan , que a solas podemos prescindir de protocolos.

Nobleza obliga, Sancho, dijo el soldado sonriendo.
Acércate y toma unos dulces que me acaban de subir para la merienda.
Rogelio frunció el ceño.
Regados con un buen vino de mi hacienda de Sábada, por supuesto, rio don Sancho.
No te lo voy a despreciar, pero antes te hago entrega de la misiva que me ha traído a tu casa, dijo el pucelano, poniendo sobre la mesa el pergamino lacrado.
No acierto a imaginar que querrá de un viejo caduco como tú y ajeno además a todo lo que huela a hembra, una joven tan exquisita como la que me lo ha encomendado, dijo el soldado catando un rollito de masa frito en miel.
Si se aloja en Bifrost, no será tan exquisita, opinó el de Arriaga.
Sancho cogió en sus manos el pergamino y al ir a romper el sello se percató del dibujo marcado en el rojo lacre.
Rogelio observó, mientras paladeaba el vino joven y afrutado, como el gesto del Consejero Real se torcía y su cara cambiaba de color a medida que leía el mensaje.
Malas noticias?, preguntó el pucelano.
Cuando terminó la lectura del breve mensaje , la voz del de Arriaga volvió a tronar .
Rogelio, has de volver raudo a Bifrost y traer aquí a esa joven, no puede estar ni un minuto más en semejante establecimiento. Se alojará en mi casa hasta que se resuelva su futuro.

¿Alojarse en tu casa?, el soldado se atragantó con el vino, ¿Aquí?

¿Donde si no?, no seas indiscreto y haz lo que te digo con diligencia. Se te compensará generosamente. Ve raudo, uno de mis sirvientes te acompañará por si la dama trae exceso de equipaje.
Sin más preguntas, Rogelio salió tan rápido como sus añosas piernas le permitieron, pensando que jamás una mujer, desde que la madre de don Sancho, doña Mecía falleció, se había alojado bajo el techo de Arriaga.
Cuando quedó solo, el anciano releyó incrédulo el exiguo mensaje, lacrado con el sello de su amigo de Merode.

Al Señor de Arriaga, don Sancho  Hernández de Lizarra
Un mensaje llegó  a mis manos hace poco más de un mes, aunque su autor  lo escribió hace más de 20 años. En el encomendaba mi suerte y mi fortuna a usted, don Sancho, que ni me conoce y al que no conozco. Solo espero que mi nombre le sea más familiar a usted que a mí el suyo. Me llamo   Ardelia de Merode, y el hombre que escribió la misiva fue, o en ella dice ser, mi abuelo Claude.
Espero sus noticias expectante.

Nunca tan pocas líneas causaron tanta conmoción en el espíritu de Sancho, y trajeron a la memoria de este, sucesos y sensaciones olvidadas, ocurridas en años pasados, tan vívidas y frescas como si hubieran sucedido el día anterior.

miércoles, 25 de abril de 2012


CAP XII

Luisa rezongaba cada vez más. Nunca había salido de Zaragoza y se quejaba por todo lo referente al viaje. No parecía más que hubiera estado toda su vida viviendo en un Palacio en vez de una mísera habitación alquilada. Todo le molestaba, y el parloteo continuo de su criada lamentándose tanto si hacía sol como si estaba nublado hacía que Ardelia no pudiera más.

Estaba pensando seriamente en abandonarla en cualquier recodo del camino, cuando finalmente llegaron al final de su viaje.

Valladolid por fin se abría ante los ojos de las dos mujeres, con su febril actividad.

Un viejo soldado con el que hicieron el último tramo del camino, les contó que había estado luchando en sus años mozos junto a la legendaria Doncella de Orleans, allende los pirineos, con un centenar de soldados procedentes como él de Valladolid, y que debido a esto les decían los Pucelanos, derivando de como nombraban los franceses a la santa soldado, le Pucelle. Según el anciano, así se conocería pronto a su ciudad, Pucela.

Cuentos de viejos, dijo Luisa, Valladolid nunca será llamada de otro modo, ¿Pucela? Que tontería.

                                                     Juana de Arco," le Pucelle"


Pasaron frente al Convento de San Pablo, que estaba en Obras, aunque ya podía verse la imponente fachada gótica que sería con el tiempo santo y seña de la ciudad, con sus dos campanarios gemelos que repicaban alegres. En esa misma plaza, el Palacio Real y las dependencias Oficiales congregaban un gran número de persona, funcionarios, mendicantes, campesinos, nobles y gentes de toda ralea pululaban por la plaza.

El soldado, que dijo llamarse Rogelio, les condujo hacia una posada, que a Luisa no le produjo buena impresión, a juzgar por el gesto de desagrado que adornó su cara cuando entraron en el establecimiento. El local, oscuro y con peculiares adornos en las paredes parecía más una taberna soldadesca que un alojamiento decente, pero Ardelia estaba demasiado agotada, necesitaba descansar y lo más importante, hacer llegar a su destino una importante misiva que hacía días que había escrito, con lo que se sentaron en una mesa y pidieron algo de comer.

Al poco tiempo, después de haber saciado su hambre, Luisa daba cabezadas en la silla y unos ronquidos que pasaban de livianos a profundos por momentos denotaban que Morfeo la había acogido en sus brazos.

Ardelia se levantó, buscando alguien que pudiera hacer llegar su misiva, dejando que Luisa descansara, al menos cuando dormía cesaba su estridente parloteo.

Salió al exterior y vió que el Pucelano Roger, como el soldado les había dicho que era conocido en Valladolid, dormitaba al sol, sentado en un pequeño banco de madera. Sin querer molestarlo se apoyó en la pared para disfrutar ella también de los primeros rayos de sol de la primavera.

¿Busca algo la damita? Dijo Roger, sin alzar la mirada.

Vaya, usted perdone, maese Roger, quizá he alterado su descanso.

no me molestas criatura. Con la barriga vacía no se descansa bien, y en las tabernas de Pucela hace tiempo que no fian a este viejo soldado.

¿Pero no ha comido usted?, pase, y coma algo, estaré encantada de invitarle.

Roger el Pucelano, no acepta limosnas, dijó el anciano indignado.

Perdone, no quise ofenderle… Ardelia pensó un momento, aunque no sería limosna si luego usted hiciera un recado para mí, llevar un mensaje a la casa del Señor de Arriaga, lo conoce vuesa merced?

Por supuesto, Don Sancho es un hombre muy principal en Valladolid y en todo el Reino, y ciertamente, en alguna ocasión he hecho trabajos para él.
trabajos no muy edificantes, por cierto, pensó el soldado.

Pues no se hable más, pase usted a la taberna, coma algo de Pan, beba un poco de vino (Ardelia pensó que quizá sería algo más de un poco), y vaya usted a la casa de Don Sancho. Este es el mensaje que debe entregarle.

Ardelia le alargó un pergamino enrollado, lacrado con el sello de su Abuelo, que el anciano introdujo en su zurrón.

El veterano y la doncella, se encaminaron hacia el interior de la taberna, cediendo gentilmente Roger el paso a la dama, como haría todo Hidalgo Castellano que mereciera ese nombre.

Luisa seguía dormitando, ahora entre estentóreos ronquidos.

O  hablaba en demasía o roncaba en exceso. Ni despierta ni dormida tenía Luisa medida de lo correcto.

Cap XI
26 de Mayo de 1442
La tormenta  iluminaba fantasmalmente una sombra que avanzaba pesadamente por las desiertas callejuelas de la antigua bílbilis. La femenina silueta,  con una mano sujetaba su tremendo abdomen, y apoyando la otra en las viejas paredes de la aljama, se ayudaba  en su agónico caminar.  De repente la mujer paró. La Oscuridad se hizo profunda y los relámpagos que iluminaban el camino acompañados de su tremendo tronar cesaron.  El cielo descargaba su furia sobre la sierra de la Virgen, jarreando inmisericorde sobre sembradíos y corrales.
Azalía continuó su camino a oscuras, confiando en su instinto. Bajo la tormenta, y empapada, con los cabellos pegados a su cara y las ropas silueteando su cuerpo hinchado, llegó a la casa de su padre, la suya ahora, cerrando la puerta tras ella con alivio, cuando las gotas de agua se convertían en piedras blancas  que caían con violencia sobre tejados y adoquines, como ni los más ancianos del lugar  recordaban por aquellas tierras.
Le había sorprendido la noche en sus tierras extramuros, recolectando frutos de la huerta, y debido a su  pesado estado no había podido refugiarse a tiempo, cuando vió el cielo negrear.
La mujer consiguió llegar hasta el hogar y con gran dificultad pudo encender una lumbre que calentara su cuerpo aterido. Se sentó frente al fuego y se dio cuenta entonces que de su interior manaba un líquido diferente  y cálido.
Había roto Aguas, Mi niña, ya está aquí, un grito sordo salió de su garganta, confundiéndose con los truenos que volvían a retumbar en la noche, la primera y aguda contracción anunció que el parto había comenzado
Puso un caldero con Agua al fuego  y  como pudo, preparó trapos, bramante y un cuchillo. Cuando las contracciones se hicieron más continuas se echó en el jergón que había preparado junto a  la chimenea. Los vecinos habían visto, algunos días atrás, que la vieja casa de Jucé Ben Sahar, había sido habitada después de muchos años,  pero su dueña era mujer discreta y poco dada a cotillear con las comadres de la aljama, aunque estas vigilaban sin demasiada discreción sus movimientos y especulaban sobre quien era aquella mujer sola, ya casi demasiado mayor para estar preñada.
aquella noche terrible, hasta las vecinas más entrometidas estaba encerradas en sus haciendas, implorando frente a sus altares por la salvación de cultivos y ganados.
Los dolores se hicieron insoportables, la respiración cada vez más agitada.  Azalía pensó  que sus riñones iban a reventar. No podía continuar tumbada. Incorporó su hinchado cuerpo y apoyando las  manos en la repisa del hogar, flexionó las rodillas  dejando caer el torso  en una posición que alivió un poco la presión en su pelvis.
Empujó, empujó. El sudor perlaba su piel iluminada por el fuego, su garganta ahogaba gemidos de un dolor lacerantemente  agudo, hasta que notó  su cuerpo desgarrado y a su hija que se deslizaba suave pero firmemente  fuera de su cuerpo.
La recogió  nerviosa entre en sus manos y se recostó con ella, por que era una niña, sobre su  vientre.  Con cuidado cortó el cordón que las unía, atándolo cuidadosamente con el bramante que había preparado.  La niña lloró fuerte y poderosamente.
Azalía contó sus deditos y vigiló la débil  respiración de la niña, que se hacía cada vez más acompasada y fuerte. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas cuando comprobó que su hija estaba entera y sana.
 Se acercó a su pequeña al pecho para que comenzara con la dura tarea de hacer que el  blanco alimento, la leche de la vida  subiera hasta poder nutrirse de ella. Era el primer trabajo que Ardelia, así se llamaría su hija, debía realizar en este mundo y de él dependía su subsistencia.
La niña se Agarró al pecho fuertemente y así, con empuje y energía succionando instintivamente,  comenzó su andadura en el mundo.
Madre e hija se durmieron  juntas, extenuadas, piel con piel, frente al fuego del hogar y bajo el calor de las mantas.
 La madre había dado la vida a su hija,  y la hija había dado nueva vida a su madre.


sábado, 21 de abril de 2012


CAP X


El viajar en una gran comitiva, tenía a su favor la seguridad que proporcionaba contra los asaltantes y ladrones. No era inusual que muchos viajeros, comerciantes o campesinos, resultaran malparados después de encontrarse con estos grupos de amigos de lo ajeno.


Como no era muy  común que una joven, a todas luces de posición acomodada, viajara acompañada solo por una doncella y suscitaba muchas preguntas a las que Ardelia ni sabía ni quería responder,  la muchacha contaba a todo aquel quien le preguntaba, que sus padres, unos acomodados hacendados de Calatayud, habían muerto recientemente, y que su única familia eran unos parientes lejanos, a los que no conocía y  con los que iba a residir a partir de ahora, en la muy noble ciudad de Valladolid. Realmente tampoco mentía tanto, si consideraba que no tenía a nadie en su ciudad natal, y que su única referencia era Don Sancho Hernández de Lizarra, amigo de su abuelo, que esperaba que le desvelara su verdadera historia, su origen y posiblemente, su futuro.
En una de las paradas de la comitiva en una Hostería del camino de Calatayud, Luisa, la doncella de Ardelia, preparaba el baño para su señora, mientras esta escribía unas cartas en la pequeña mesa de la estancia.
Luisa había aprendido las, según ella, raras costumbres de su señora, y una de las más excéntricas era la de bañarse a menudo, sumergiendo totalmente su cuerpo en agua caliente con jabón, cosa harto rara en Castilla y que a Luisa le parecía propia de rameras o brujas. De todos modos, su  trabajo consistía en complacer a su señora sin juzgarla. Ardelia la trataba bien, y de ningún modo quería darle motivo alguno para que la devolviera con su madre.
Señora, el baño está listo, dijo Luisa. El “baño” consistía en un tosco barreño, el más grande que el posadero pudo proporcionarle,  lleno de agua caliente y colocado frente a la chimenea.
Bien, dijo Ardelia, pues ya puedes empezar a lavarte, dijo Ardelia sin levantar la vista del papel
A Luisa le pareció que no había oído bien a su señora, y se quedó inmóvil sin saber que hacer.
Ardelia, al apreciar que la chica no se movía, se levantó y se acercó a ella.
¿No me has oído niña? Esta vez la que se va a asear eres tú.
¿Yo, señora?, no, no, ¿Cómo cree la señora que yo me voy a meter ahí? Dijo Luisa señalando al barreño. Eso es malo, es pecado, dijo la niña asustada.
¿Pecado dices?, pecado es oler como un tonel de sardinas pasados tres dias. Te vas a meter, ya lo creo, y te vas a frotar la piel hasta que acabes con  esa capa de mugre que te recubre.
Pero señora, yo.. yo.. yo nunca he hecho.. Eso, exclamó Luisa lloriqueando.
Y, se nota Luisa, se nota, ya es hora de que por fin, lo hagas. Venga, adentro, dijo Ardelia empujando a la niña hacia el barreño.
Luisa se quedó solo con las ropas interiores y con mucha prevención se introdujo en el barreño, ayudada por Ardelia, que invirtiendo las tareas, por una vez, ayudó a Luisa vertiendo agua sobre el pelo de la niña e indicándole como debía limpiarse, ayudada con un pequeño paño y un poco de jabón comprado a un buhonero en Calatayud.
Una vez limpio, Ardelia peinaba el oscuro pelo de Luisa, frente a la chimenea.
¿Ves, Luisa,? Ahora que está limpio, tu pelo está brillante y precioso. No se puede decir que seas una gran belleza, pero seguro que más de un doncel se fijará en  lo blanca que luce ahora tu piel y en el aroma que exhala.
No quiero que ningún hombre se vuelva a  fijar en mí, nunca, dijo Luisa muy bajito.
¿Por qué dices eso niña?, dijo Ardelia, sin obtener respuesta.
Quizás ahora me dirás por qué tiemblas como una hoja cuando te menciono la posibilidad de volver con tu familia.
Luisa levantó la cabeza y miró a Ardelia con ojos húmedos y asustados.
No, prefiero morir o matar, antes que volver con mi madre.
¿Por qué, muchacha, por qué? Ardelia miraba francamente a los ojos de la niña y esta se confió con su señora, una muchacha apenas unos años mayor que ella.
Luisa rompió a llorar y  relató a Ardelia como su madre, la viuda, cuando no podía pagar la renta de la miserable habitación en la que residían en Zaragoza, servía de ramera del casero, un hombre gordo y desagradable que se introducía en su casa de noche y la usaba carnalmente, hasta que se  cansó de ella, y buscó el cuerpo tierno de la  joven  Luisa, con la connivencia de su madre. Este era el motivo de que la mesonera, que sabía de esta situación, arregló la contratación de la niña. Para alejarla de su casa, de la lujuria del casero y la codicia de su madre.
Ardelia, conmovida por la historia y el llanto de su doncella, abrazó  a Luisa, pensando en la desdicha de la niña, en la maldad que habitaba en el mundo y en los corazones de los hombres.

viernes, 20 de abril de 2012


CAP IX

Azalía 1441

Laurent de Merode y  su sirviente Alphonse salieron para Valladolid al día siguiente de  que un malhechor  entrara a robar en la casa del  cambista Shalomón Abenfayá, que resultó muerto en la reyerta con el delincuente.  Laurent, lucía marcadas en su mejilla tres líneas rojizas producto, según el de un golpe con la silla de montar a su Frisón.
 Nadie había visto el rostro del asesino, nadie había visto nada más que una sombra oscura saliendo rauda de la casa. Nadie excepto la mujer del cambista, que permanecía enclaustrada en sus habitaciones de la casa de Äbenfayá.
Al cabo de los días, y al no haber ningún sospechoso del asesinato, empezó a correr el rumor de que no había sido ningún humano el que había acabado con el anciano cambista, si no un demonio envuelto en una nube negra,  un Golem que había matado a Shalomón y había vuelto loca a su mujer, que permanecía encerrada en su dormitorio, el mismo donde había perecido el anciano sin apenas ingerir alimento alguno ni hablar con nadie.
Ruth, la doncella de la casa, juraba que ella no se había movido ni un instante de la habitación contigua a la de Azalía, cumpliendo con su deber de acompañar a su ama en todo momento y que ningún humano había entrado allí hasta que lo hizo su amo Sholomón, al volver de su viaje para encontrar la muerte en su propia casa.
Habían pasado ya más de cuarenta días del infausto suceso. El consejo de ancianos de la Aljama, una especie de Sanedrín local se reunió en la casa de Abenfayá para tratar con la viuda. Ellos se habían hecho cargo de los negocios de Sholomón, pero había que tomar una determinación. Azalía compareció ante ellos con el pelo desarreglado, la ropa sucia y descuidada, y  con un brillo de locura en sus ojos les preguntó:

¿Que venís a buscar a en  casa?
Azalía, dijo el más anciano extrañado ante el aspecto de la mujer, haces solo unos dias la más hermosa de las mujeres de la Aljama y mano derecha de su esposo en los negocios. Venimos a hablar contigo sobre lo que dispongas hacer con la Hacienda y los negocios de tu marido. Debes hacerte cargo de ellos, tú puedes hacerlo y la Ley así te faculta.
La mujer pareció reaccionar ante las palabras del anciano y contestó después de una larga pausa en la que parecía estar reflexionando.
Quiero vender todo mi patrimonio, la hacienda de Sábada y traspasar el negocio a cualquiera de los cambistas de Zaragoza, el que más ofrezca, se quedará con todo.
Pero mujer, no es tiempo de vender tus propiedades, debes gestionarlas con sabiduría, como hacía Sholomón, ayudado por ti, o darnos poderes para que nosotros lo hagamos. Todos tenemos negocios comunes con Sholomón, ahora contigo y  si vendes a quien no convenga, toda la Aljama saldría perjudicada
¿Y quien eres tu para decirme lo que debo hacer? Gritó Azalía, ¿Quiénes sois vosotros más que unos viejos decrépitos? Por primera vez soy libre para hacer lo que me plazca y por mi vida que lo haré.  Venderé mi hacienda al mejor postor y nadie podrá impedírmelo.
El grupo de hombres estaba atónito ante la reacción de la mujer, antes todo buen sentido y templanza.
Pero hija, dijo el anciano, atente a razones, no puedes….
La mujer no dejo al Hebreo terminar la frase, Fuera de mi casa, pájaros de mal agüero, ¡Fuera¡.
 Condujo a los hombres hacia la salida, y estos comentaron estupefactos mientras se retiraban que la mujer del cambista había perdido la razón o estaba poseída por el Golem
Azalía estaba fuera de sí, vociferando violentamente, y únicamente cuando se quedó sola se calmó. Se acercó a la escribanía que su esposo utilizaba para escribir en su dormitorio, tomó papel y cálamo y comenzó a escribir



Al Sr Claude de Merode.
Estimado Señor de Merode, le extrañará recibir esta misiva. Normalmente era mi esposo quien firmaba las cartas que enviaba a Ypres tratando asuntos mercantiles aunque realmente era yo, su esposa quien las redactaba.  No voy a andarme con sutilezas ni melindres por que la ocasión requiere franqueza y valentía, así que directamente le voy a proponer un negocio, ventajoso para ambas partes aunque muy diferente a los que hemos tenido anteriormente.
Antes que nada tengo que comunicarle que mi esposo Sholomón ha fallecido asesinado vilmente por su hijo Laurent. Que antes de matarle me forzó con brutalidad y gozó de mi cuerpo unos instantes, pero matando mi espíritu para siempre,  y que producto de esa felonía estoy esperando un hijo.
Supongo que será la primera noticia que tiene ya que su hijo, cobardemente como actúa de natural,  no habrá sido capaz de confesar sus actos infames y malvados, saliendo  huyendo al día siguiente de los hechos. Yo no he revelado a nadie que él es el responsable  de este crimen, pensando en que pudiera pasar lo que ya ha acontecido, que quedara preñada del fruto de su felonía. Las autoridades no han sido capaces de encontrar ni una sola pista que lleve a dar con el asesino, y se está corriendo la voz por el Reino que el demonio en persona se hizo carne en mi casa para matar al cambista hebreo.
Me consta que es usted una persona cabal y honrada a la que mi esposo tenía en alta estima. Mi propuesta es la siguiente. Compre usted mi casa, mis haciendas vinícolas, mis inmuebles, excepto la propiedad de Valladolid y la casita de mi padre en Calatayud,  y el negocio de mi marido. Son propiedades rentables, haciendas productivas y un negocio que da buenos beneficios. En pocos años habrá recuperado su inversión y ganará buenos dividendos. Ponga el importe de la compra en un depósito  custodiado por nuestro común amigo don Sancho Hernández de Lizarra para que mi hija, y  bien digo hija, por que estoy segura que para mi desgracia y la de ella,  llevo en mis entrañas a una hembra que vendrá a este mundo a sufrir como todas las mujeres lo hacemos, pueda disponer de su capital cuando llegue a la edad oportuna.
Se preguntará la razón  de todo esto y por qué le entrego mi patrimonio en bandeja de plata en vez de convertirme en la viuda mas acaudalada de Zaragoza y posiblemente de todo el reino.
Deseo que mi hija sea gentil. Los de mi raza somos cada vez más perseguidos y acosados en estos reinos, los asaltos a las Aljamas se suceden sin que la corona haga mucho por evitarlos, nuestros derechos son mermados poco a poco y cercano está el día en que seremos expulsados también de esta tierra, No quiero que mi pequeña sufra un éxodo como tantos  ha tenido que padecer nuestro pueblo, o cargar con el estigma de los conversos. Por eso la criaré en la Fé  predominante en este Reino. El talmud nos habla de un Dios igual al Dios de los gentiles. No quiero que mi hija tenga conciencia de su ascendencia Hebrea. Me retiraré a mi casa de Calatayud, que será la única, junto a la hacienda de Valladolid, que no pasará a ser de su propiedad y allí comenzaré una nueva vida dejando atrás todos los sufrimientos e insatisfacciones que he padecido hasta ahora e intentando olvidar el vil crimen perpetrado por  su hijo. Espero que me envíe allí una pensión derivada de los beneficios de nuestro negocio, para la  manutención mía y de la niña, hasta que llegue el día en que mi hija disponga de lo que le corresponde, entre ello el apellido De Merode, haciendo honor a su abuelo y no a su infame progenitor.
Me despido de usted esperando sus noticias. Si es usted una persona  honrada y temerosa de los cielos, y que no quiere que su apellido se vea envuelto en un escándalo como el que podría acontecer si se supiera la verdad, se avendrá al trato que le propongo, y  si no lo es, también lo hará por que como hombre de negocios no podrá resistirse a  las ventajas pecuniarias del negocio que le he expuesto. Sé que es una misiva brutal e impactante por lo inesperada por usted y  que cambiará su vida, pero le puedo asegurar que mucho más  ha cambiado  la mía que ha quedado destrozada de la manera más cobarde y cruel.
Azalía, Zaragoza, Octubre de 1441.

Azalía se levantó lentamente de la mesa donde había escrito la carta en la cual  plasmaba lo que había estado planeado desde que supo que llevaba en sus entrañas un hijo,  se apoyó en el murete de la chimenea, donde la madera, algo verde, crepitaba ruidosamente.

acariciando su vientre, que apenas empezaba a curvarse, Azalía murmuraba…

Serás dueña de tu vida y de tu hacienda. Nadie te usará como moneda. 

CAP VIII


Apresúrate Luisa, que no tenemos todo el día, exclamó Ardelia dirigiendose a la atribulada muchacha que la seguía a malas penas,  cargada con las telas que su señora había adquirido en el zoco.
La de Merode  tenía que esperar continuamente para que su doncella no se perdiera entre el gentío. Ella también iba cargada de paquetes y no tardaba tantísimo en avanzar. No las tenía Ardelia todas consigo en lo relativo a la contratación de la muchacha.
Cuando se entrevistó con la madre de la chica, esta parecía ansiosa por deshacerse de su hija, cosa que Ardelia achacó al precario estado de la economía de la viuda, aunque ahora comenzaba a pensar que había algo más en  las prisas de la madre, que incluso pareció alegrarse cuando le dijo que saldrían del reino en pocos días y que no sabía si algún día volverían. 
La muchacha, Luisa, tenía 13 años y parecía fuerte y sana, no era del todo fea, aunque su piel presentaba marcas de haber pasado una dura enfermedad en la niñez, tenía la dentadura completa, y parecía limpia,  así que Ardelia no vio ninguna objeción en principio. Ahora pensaba que quizá las prisas por preparar su viaje a Castilla le habían impedido ver lo que ahora podía apreciar. La muchacha carecía de soltura, desparpajo y chispa. Vamos que era más lenta que un caballo de madera.
Bueno, todavía no es más que una niña, esperemos que despabile pronto, pensó Ardelia.
Vamos muchacha, dijo desde la puerta de la sastrería de la plaza Chica, antes de entrar en el comercio donde encargó un traje de viaje y una capa, a confeccionar con un paño azul oscuro que había adquirido  esa misma mañana en el zoco.
¿Cuando dice usted que lo tendrá listo? Preguntó Ardelia a la modista. Mire que me hace falta lo antes posible.
En tres días lo tendrá su merced, pierda cuidado,  Le contestó la mujer con una sonrisa.
Ardelia entregó a la mujer una moneda para incentivarla en su trabajo y salió satisfecha de la sastrería. Una vez en la calle al echar a andar tuvo que volver, ya que su doncella no la seguía como era su obligación. Miró a su alrededor y vio  a Luisa mirando  embobada como en la herrería que se ubicaba junto a la casa de la modista, el herrero subía y bajaba el martillo, golpeando en el yunque.
¡Luisa¡ gritó Ardelia, nada, ni caso, ¡¡LUISA¡¡ gritó  ya fuera de sus casillas.
La muchacha salió de su ensimismamiento y corrió junto a su señora.
Perdón  señora,
¿Perdón?, mira niña, dejemos las cosas claras, eres tú quien tiene que estar pendiente de mis movimientos y no yo de los tuyos, tienes que saber donde está la sastrería para cuando tengas que venir a recogerlo, que no te pierdas por las calles, tienes que estar atenta o tendré que devolverte a tu madre.
No señora, a mi madre no,  le prometo que no volverá a pasar, estaré atenta y no tendrá queja de mí. Dijo Luisa temblando como una hoja.
Ardelia observó la cara pálida de la muchacha y su temblorosa voz y se arrepintió de haber sido tan dura con la muchacha.
No te preocupes, pero procura poner más interés en  tus tareas.  Y venga, apresurémonos que hay  mucho que disponer  para nuestro viaje a  Castilla.

CAP VII

Laurent 1441

No es una mujer cualquiera, es la esposa del cambista más respetado de Zaragoza, y respetada ella misma en el gremio por sus conocimientos y buen hacer. Dijo Alphonse entre cucharada y cucharada de estofado. Además os ha dejado bien claro que hasta que su marido no regrese de la  visita a  su hacienda de Sábada, no os recibirá en su casa.
El cambista  giraba visita a sus clientes rurales  cada cierto tiempo aprovechando para supervisar su hacienda vinícola.  Azalía no había consentido en los ruegos del  comerciante en ser recibido en la casa. Hasta que su marido volviera, la mujer se amparaba en que ella sola no podía negociar nada y para ninguna otra cosa era decoroso que el joven y ella se entrevistaran.
Me importa un comino quien sea ella o toda su parentela,  dijo colérico  Laurent apurando su  copa de vino y con  una muchacha de pecho abundante y mejillas coloreadas sobre sus rodillas. Solo sé que esa mujer será mía, pese a quien pese, aunque sea a ella misma.
Las Leyes que castigan el adulterio son duras en estos reinos. Dijo Alphonse.
Laurent levantó su imponente estatura bruscamente, haciendo que la muchacha cayera al suelo.
Maldita sea, gritó apoyando sus dos puños sobre la mesa, deja tus prédicas de mal agüero, tus sermones me producen hastío y hasta las ganas de divertirme  huyen de mí, dijo alejando a la joven cortesana  de un empellón. Me retiro a mi cuarto, y no deseo que me molestes por nada.
Alphonse inclinó la cabeza ante su señor, aliviado. Al menos esta noche, sería tranquila, o al menos, eso creía el incauto, sin poder imaginar que Laurent, embozado en una capa oscura, se deslizó poco después por la ventana de su habitación ,  no sin dificultades, debidas a la ingente cantidad del excelente vino local que había ingerido.
Protegido por el embozo, llegó hasta las puertas de la casa de Abenfayá y pacientemente esperó que la cancela del corral se abriera. Había observado esa puerta otras noches y sabía exactamente lo que pasaría. Al rato, la doncella de Azalía salió sigilosa, (aquí estas, palomita, presta y puntual para el amor… pensó Laurent) a encontrarse con su amante, que la esperaba al amparo del oscuro portal vecino, dejando la puerta de la casa  entreabierta. No necesitó más Laurent, al que el relente de la noche había devuelto parte de sus facultades, que se coló sin ser visto ya que la doncella y su galán estaban muy absortos en sus gratos menesteres.
El de Ypres,  diestro en moverse sigiloso por casa ajenas, tardó menos de un instante en llegar desde la zona de cocinas a la planta noble de la casa, y no le fue en absoluto difícil introducirse, en el mismísimo dormitorio de Azalía.
La mujer,  que ya estaba  acostada, al oír los goznes de la puerta, exclamó sorprendida.
¿Que ocurre Ruth?, dijo pensando que era su doncella la que entraba, pero sin  recibir respuesta alguna.
Amparado en la oscuridad, Laurent llegó en silencio hasta el tálamo, y presto tapó la boca de la mujer para que sus gritos, de producirse, no despertaran al resto de la casa.
Azalía sorprendida y aterrada sintió las manos del hombre que burdamente tocaban sus pechos y  el peso de su cuerpo sobre el de ella.

Estaos quieta, callad, y gozareis como nunca antes lo hicisteis, dijo el rubio en francés, idioma que ella entendía por ser el de los negocios de su marido.
El aliento del hombre apestaba a vino.
Azalía se resistió con todas sus fuerzas, llegando a arañar la cara de su agresor con las uñas,  pero era inútil. La fuerza del varón se impuso a su resistencia, hasta llegar a hacerle renunciar a la lucha. Rendida, dejó que el joven saciara sus instintos, rezando para que todo acabara pronto y que nadie supiera nunca lo acontecido aquella noche.  No era esto lo que ella había imaginado de un hipotético encuentro amoroso al margen de su matrimonio. Las lágrimas arrasaban sus mejillas y de su boca no salía sonido alguno mientras el extranjero se movía torpe sobre ella ultrajándola violentamente.
 Cuando terminó, se dejó caer pesadamente a su lado mientras ella lloraba en silencio.
En ese momento, la  puerta de la habitación se abrió y Sholomón Abenfayá apareció en el umbral.  Sus gestiones habían sido provechosas y diligentes y había preferido llegar a su casa un día antes de lo previsto. Los ojos del cambista, vieron a su mujer yaciendo junto al extranjero y la ira se apoderó del anciano.
Azalía se incorporó aterrorizada y se arrojó a los pies de su marido.
Me ha forzado Sholomón, me ha forzado, sollozaba la mujer.
El extranjero se estaba acomodando la ropa, ajeno a la escena, no le daba más importancia a los hebreos que la que daría a una pareja de gatos.
Sholomón, fuera de sí, y sin hacer caso a Azalía se encaró con el joven increpándolo.
Maldito seas extranjero, has traído la deshonra a mi casa, seas mil veces maldito, dijo mientras se abalanzaba sobre él e  intentaba golpearlo, pero Laurent, atajó fácilmente el débil golpe del provecto marido cogiendo su brazo y empujando  a Sholomón fuertemente contra la cómoda. El anciano perdió pié y su cabeza golpeó en la dura madera, cayendo inerte al suelo. Una mancha oscura comenzó a extenderse sobre la alfombra del dormitorio y bajo la cabeza del Hebreo.
Laurent, cogió su capa y embozado otra vez en ella salió presuroso, sorteando a los sirvientes de la casa que habían acudido al escuchar  la algarabía
 Dejaba tras si una mujer ultrajada y un marido muerto, pero él solo pensaba como iba a explicar a su padre lo acontecido en aquella Aljama aragonesa.

jueves, 19 de abril de 2012


CAP VI
Por fin había llegado a la posada.
Pasó como alma que lleva el diablo junto a mesonera, y sin hacer caso a la mujer que le preguntaba si iba a comer, corrió escaleras arriba hacia la seguridad de su habitación.
Cerró la puerta tras sí y apoyada en la misma intentó que su respiración, agitada por la carrera volviera a su cadencia normal. Una ver recuperado el resuello, Ardelia se sentó sobre la cama y depositó en ella un pergamino y una bolsa de cuero. Ese  era el contenido del Cofre, que según el Rabí, su abuelo había dejado allí, para ella hacía muchos años.
“Su abuelo”. Le sonaba muy raro que esa palabra se refiriera a algo suyo. Nunca había pensado en que tenía una familia, pero de hecho, la debía tener. Todos los seres humanos tienen, al menos, padre y madre, dos abuelas y dos abuelos, y ella no iba a ser la excepción.
Cogió la bolsa de cuero, desanudó el lazo que la cerraba y vertió su contenido encima de la cama. Una gran cantidad de monedas, todas iguales y  con un precioso brillo dorado, como si estuvieran recién sacados de la Ceca más importante del Reino, se desparramaron sobre la colcha gris. Ardelia cogió una de ellas y  reconoció de inmediato la moneda. Su Abuela le había enseñado una igual, que guardaba con celo. Era un doblón de a cuatro, o media Onza, y equivalía a cuatro escudos corrientes. Una verdadera fortuna.
La muchacha, con mano temblorosa desenrolló  el manuscrito, que en realidad eran dos diferentes, enrollados  uno sobre el otro y  que estaban lacrados con un sello en el que se adivinaba una especie de rio con dos picas o lanzas cruzadas.
A mi nieta Ardelia.
Doy gracias al altísimo por que hayas llegado a leer esta misiva, ya que es señal de que tu madre, Azalía,  ha cumplido con la palabra que me ha dado. La tristeza que me inunda en esta hora me impide contarte todo lo que deberías saber sobre tu vida. Lo importante es que cumplas  al pie de la letra con mis instrucciones. Te he dejado, custodiado por el Rabí Shalomón, una buena cantidad de oro que cubrirá tus gastos por una larga temporada. Con él, deberás viajar hasta la muy noble ciudad de Valladolid, y una vez allí, conducirte hasta la casa de Don Sancho Hernández de Lizarra, amigo nuestro y mi albacea, en el que podrás confiar ciegamente, que te protegerá, te informará de la historia de nuestra  familia y te entregará la Herencia que por derecho te pertenece. Adjunto a este documento está tu partida de bautismo  en la que apareces como hija natural mía y de Azalía Ben Shajar. Se que estás confundida, pero, cuando hables con don Sancho, él te sacará de todas las dudas que seguro ahora mismo atormentan tu alma.
Vé, hija mia, y que el Altísimo te acompañe.
Claude de Merode, Valladolid, Diciembre de  1442

Ardelia se echó hacia atrás, quedando acostada sobre la cama, mirando al techo, apabullada por el giro que los acontecimientos estaban dando a su hasta ahora triste vida. Tenía un abuelo, que constaba legalmente  como su padre, una madre Hebrea y una pequeña fortuna en su poder.  Una de sus manos  se posó encima del acúmulo de monedas, y se percató de un objeto que hasta ahora no había visto confundido entre el brillo del oro.  Lo cogió y… sí,, era un anillo.  Un Sello dorado donde lucía el mismo dibujo que lacraba el pergamino que cambió su vida. Se lo colocó en el dedo anular y vio que le venía perfecto. Ahora podía observar  mejor el dibujo del sello. Eran dos agujas enhebradas sobre un puente de piedra bajo el que corría un rio.
La muchacha se durmió sobre su pequeña fortuna, con el anillo en su dedo y el espíritu terriblemente confundido.
Despertó sobresaltada con unos golpes que sonaban en la puerta.
Ardelia, muchacha, ¿estás bien? , es hora de cenar, y todavía no has comido. Contesta, criatura o tiro la puerta abajo.
Gracias mesonera, bajo enseguida, tengo un hambre de lobo.
La joven se arregló las ropas  y el pelo  y bajó a la taberna de la posada, donde se servían  las comidas.
Ya era hora, niña, dijo mesonera poniendo delante de  Ardelia un plato de gachas  y una cuchara. No puedes  estar todo el día sin alimentarte.
¿No tendrías por ahí algo más consistente mesonera? Me apetece algo más que gachas esta noche. Dijo Ardelia rechazando el plato.
Sí claro, ¿Qué le apetece a vuecencia?¿Buey asado?¿ Capón al horno?¿O quizá faisán?. Bromeó la mesonera.
No estoy de broma, dijo muy seria Ardelia, hoy me apetece algo de carne, queso y vino.
Al ver la cara de extrañeza de la mesonera, añadió
Te lo pagaré, no te preocupes, la fortuna me ha sonreído hoy.
Veo que tu visita a la Aljama, ha sido provechosa, dijo la mesonera dirigiéndose a  la cocina. Voy a ver lo que te puedo ofrecer.
La mujer volvió con un plato de embutido y queso, pan, vino y aceitunas zajadas.
Lo siento, no tengo carne hoy, pero mañana se la encargaré al carnicero y te podré hacer un buen estofado.
Y encarga a doña Micaela la del horno algún dulce también, dijo Ardelia caprichosamente.
La mesonera sonrió. Lo que ordene vuestra Señoría, dijo haciendo una exagerada reverencia.
También necesitaré tomar a mi servicio a una doncella, que me asista y me acompañe, dijo Ardelia mientras partía un trozo de pan y  saboreaba las aceitunas, sin hacer caso del sarcasmo de la mesonera.
Mañana también me ocuparé de eso, conozco a una viuda, temerosa del Altísimo, que necesita deshacerse  de sus hijas. Demasiadas bocas que alimentar para ella sola, y la menor puede que sea  perfecta para ser tu doncella, dijo la mesonera mientras pensaba en el cambio que se había producido en Ardelia.
Ojalá que la niña sirva, por que mañana quiero ir al Zoco a comprar ropa,,,, y cintas,,, y perfumes,,,  y no debo ir sola. Dijo la muchacha con la boca llena de queso.
Vaya vaya, pensó mesonera, de ser una joven sin apenas recursos por la mañana a una acaudalada dama al caer el día. Supuso que el sello de oro que la muchacha lucía en su dedo anular, y que no le había visto antes, tendría algo que ver en el súbito cambio de su fortuna.
Cuidado niña con tanta compra, que  aunque se llene de jaeces, la mula nunca será   yegua.