sábado, 21 de abril de 2012


CAP X


El viajar en una gran comitiva, tenía a su favor la seguridad que proporcionaba contra los asaltantes y ladrones. No era inusual que muchos viajeros, comerciantes o campesinos, resultaran malparados después de encontrarse con estos grupos de amigos de lo ajeno.


Como no era muy  común que una joven, a todas luces de posición acomodada, viajara acompañada solo por una doncella y suscitaba muchas preguntas a las que Ardelia ni sabía ni quería responder,  la muchacha contaba a todo aquel quien le preguntaba, que sus padres, unos acomodados hacendados de Calatayud, habían muerto recientemente, y que su única familia eran unos parientes lejanos, a los que no conocía y  con los que iba a residir a partir de ahora, en la muy noble ciudad de Valladolid. Realmente tampoco mentía tanto, si consideraba que no tenía a nadie en su ciudad natal, y que su única referencia era Don Sancho Hernández de Lizarra, amigo de su abuelo, que esperaba que le desvelara su verdadera historia, su origen y posiblemente, su futuro.
En una de las paradas de la comitiva en una Hostería del camino de Calatayud, Luisa, la doncella de Ardelia, preparaba el baño para su señora, mientras esta escribía unas cartas en la pequeña mesa de la estancia.
Luisa había aprendido las, según ella, raras costumbres de su señora, y una de las más excéntricas era la de bañarse a menudo, sumergiendo totalmente su cuerpo en agua caliente con jabón, cosa harto rara en Castilla y que a Luisa le parecía propia de rameras o brujas. De todos modos, su  trabajo consistía en complacer a su señora sin juzgarla. Ardelia la trataba bien, y de ningún modo quería darle motivo alguno para que la devolviera con su madre.
Señora, el baño está listo, dijo Luisa. El “baño” consistía en un tosco barreño, el más grande que el posadero pudo proporcionarle,  lleno de agua caliente y colocado frente a la chimenea.
Bien, dijo Ardelia, pues ya puedes empezar a lavarte, dijo Ardelia sin levantar la vista del papel
A Luisa le pareció que no había oído bien a su señora, y se quedó inmóvil sin saber que hacer.
Ardelia, al apreciar que la chica no se movía, se levantó y se acercó a ella.
¿No me has oído niña? Esta vez la que se va a asear eres tú.
¿Yo, señora?, no, no, ¿Cómo cree la señora que yo me voy a meter ahí? Dijo Luisa señalando al barreño. Eso es malo, es pecado, dijo la niña asustada.
¿Pecado dices?, pecado es oler como un tonel de sardinas pasados tres dias. Te vas a meter, ya lo creo, y te vas a frotar la piel hasta que acabes con  esa capa de mugre que te recubre.
Pero señora, yo.. yo.. yo nunca he hecho.. Eso, exclamó Luisa lloriqueando.
Y, se nota Luisa, se nota, ya es hora de que por fin, lo hagas. Venga, adentro, dijo Ardelia empujando a la niña hacia el barreño.
Luisa se quedó solo con las ropas interiores y con mucha prevención se introdujo en el barreño, ayudada por Ardelia, que invirtiendo las tareas, por una vez, ayudó a Luisa vertiendo agua sobre el pelo de la niña e indicándole como debía limpiarse, ayudada con un pequeño paño y un poco de jabón comprado a un buhonero en Calatayud.
Una vez limpio, Ardelia peinaba el oscuro pelo de Luisa, frente a la chimenea.
¿Ves, Luisa,? Ahora que está limpio, tu pelo está brillante y precioso. No se puede decir que seas una gran belleza, pero seguro que más de un doncel se fijará en  lo blanca que luce ahora tu piel y en el aroma que exhala.
No quiero que ningún hombre se vuelva a  fijar en mí, nunca, dijo Luisa muy bajito.
¿Por qué dices eso niña?, dijo Ardelia, sin obtener respuesta.
Quizás ahora me dirás por qué tiemblas como una hoja cuando te menciono la posibilidad de volver con tu familia.
Luisa levantó la cabeza y miró a Ardelia con ojos húmedos y asustados.
No, prefiero morir o matar, antes que volver con mi madre.
¿Por qué, muchacha, por qué? Ardelia miraba francamente a los ojos de la niña y esta se confió con su señora, una muchacha apenas unos años mayor que ella.
Luisa rompió a llorar y  relató a Ardelia como su madre, la viuda, cuando no podía pagar la renta de la miserable habitación en la que residían en Zaragoza, servía de ramera del casero, un hombre gordo y desagradable que se introducía en su casa de noche y la usaba carnalmente, hasta que se  cansó de ella, y buscó el cuerpo tierno de la  joven  Luisa, con la connivencia de su madre. Este era el motivo de que la mesonera, que sabía de esta situación, arregló la contratación de la niña. Para alejarla de su casa, de la lujuria del casero y la codicia de su madre.
Ardelia, conmovida por la historia y el llanto de su doncella, abrazó  a Luisa, pensando en la desdicha de la niña, en la maldad que habitaba en el mundo y en los corazones de los hombres.

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