Cap XI
26 de Mayo de 1442
La tormenta iluminaba fantasmalmente una sombra que
avanzaba pesadamente por las desiertas callejuelas de la antigua bílbilis. La
femenina silueta, con una mano sujetaba
su tremendo abdomen, y apoyando la otra en las viejas paredes de la aljama, se
ayudaba en su agónico caminar. De repente la mujer paró. La Oscuridad se
hizo profunda y los relámpagos que iluminaban el camino acompañados de su
tremendo tronar cesaron. El cielo
descargaba su furia sobre la sierra de la Virgen, jarreando inmisericorde sobre
sembradíos y corrales.
Azalía continuó su camino a oscuras,
confiando en su instinto. Bajo la tormenta, y empapada, con los cabellos
pegados a su cara y las ropas silueteando su cuerpo hinchado, llegó a la casa
de su padre, la suya ahora, cerrando la puerta tras ella con alivio, cuando las
gotas de agua se convertían en piedras blancas
que caían con violencia sobre tejados y adoquines, como ni los más
ancianos del lugar recordaban por
aquellas tierras.
Le había sorprendido la noche en sus tierras
extramuros, recolectando frutos de la huerta, y debido a su pesado estado no había podido refugiarse a
tiempo, cuando vió el cielo negrear.
La mujer consiguió llegar hasta el hogar y
con gran dificultad pudo encender una lumbre que calentara su cuerpo aterido.
Se sentó frente al fuego y se dio cuenta entonces que de su interior manaba un
líquido diferente y cálido.
Había roto Aguas, Mi niña, ya está aquí, un
grito sordo salió de su garganta, confundiéndose con los truenos que volvían a
retumbar en la noche, la primera y aguda contracción anunció que el parto había
comenzado
Puso un caldero con Agua al fuego y como
pudo, preparó trapos, bramante y un cuchillo. Cuando las contracciones se
hicieron más continuas se echó en el jergón que había preparado junto a la chimenea. Los vecinos habían visto,
algunos días atrás, que la vieja casa de Jucé Ben Sahar, había sido habitada
después de muchos años, pero su dueña
era mujer discreta y poco dada a cotillear con las comadres de la aljama,
aunque estas vigilaban sin demasiada discreción sus movimientos y especulaban
sobre quien era aquella mujer sola, ya casi demasiado mayor para estar preñada.
aquella noche terrible, hasta las vecinas más
entrometidas estaba encerradas en sus haciendas, implorando frente a sus
altares por la salvación de cultivos y ganados.
Los dolores se hicieron insoportables, la
respiración cada vez más agitada. Azalía
pensó que sus riñones iban a reventar.
No podía continuar tumbada. Incorporó su hinchado cuerpo y apoyando las manos en la repisa del hogar, flexionó las
rodillas dejando caer el torso en una posición que alivió un poco la presión
en su pelvis.
Empujó, empujó. El sudor perlaba su piel
iluminada por el fuego, su garganta ahogaba gemidos de un dolor lacerantemente agudo, hasta que notó su cuerpo desgarrado y a su hija que se
deslizaba suave pero firmemente fuera de
su cuerpo.
La recogió nerviosa entre en sus manos y se recostó con
ella, por que era una niña, sobre su vientre. Con cuidado cortó el cordón que las unía,
atándolo cuidadosamente con el bramante que había preparado. La niña lloró fuerte y poderosamente.
Azalía contó sus deditos y vigiló la
débil respiración de la niña, que se
hacía cada vez más acompasada y fuerte. Las lágrimas resbalaron por sus
mejillas cuando comprobó que su hija estaba entera y sana.
Se
acercó a su pequeña al pecho para que comenzara con la dura tarea de hacer que el blanco alimento, la leche de la vida subiera hasta poder nutrirse de ella. Era el
primer trabajo que Ardelia, así se llamaría su hija, debía realizar en este
mundo y de él dependía su subsistencia.
La niña se Agarró al pecho fuertemente y así,
con empuje y energía succionando instintivamente, comenzó su andadura en el mundo.
Madre e hija se durmieron juntas, extenuadas, piel con piel, frente al
fuego del hogar y bajo el calor de las mantas.
La
madre había dado la vida a su hija, y la
hija había dado nueva vida a su madre.
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