miércoles, 25 de abril de 2012


Cap XI
26 de Mayo de 1442
La tormenta  iluminaba fantasmalmente una sombra que avanzaba pesadamente por las desiertas callejuelas de la antigua bílbilis. La femenina silueta,  con una mano sujetaba su tremendo abdomen, y apoyando la otra en las viejas paredes de la aljama, se ayudaba  en su agónico caminar.  De repente la mujer paró. La Oscuridad se hizo profunda y los relámpagos que iluminaban el camino acompañados de su tremendo tronar cesaron.  El cielo descargaba su furia sobre la sierra de la Virgen, jarreando inmisericorde sobre sembradíos y corrales.
Azalía continuó su camino a oscuras, confiando en su instinto. Bajo la tormenta, y empapada, con los cabellos pegados a su cara y las ropas silueteando su cuerpo hinchado, llegó a la casa de su padre, la suya ahora, cerrando la puerta tras ella con alivio, cuando las gotas de agua se convertían en piedras blancas  que caían con violencia sobre tejados y adoquines, como ni los más ancianos del lugar  recordaban por aquellas tierras.
Le había sorprendido la noche en sus tierras extramuros, recolectando frutos de la huerta, y debido a su  pesado estado no había podido refugiarse a tiempo, cuando vió el cielo negrear.
La mujer consiguió llegar hasta el hogar y con gran dificultad pudo encender una lumbre que calentara su cuerpo aterido. Se sentó frente al fuego y se dio cuenta entonces que de su interior manaba un líquido diferente  y cálido.
Había roto Aguas, Mi niña, ya está aquí, un grito sordo salió de su garganta, confundiéndose con los truenos que volvían a retumbar en la noche, la primera y aguda contracción anunció que el parto había comenzado
Puso un caldero con Agua al fuego  y  como pudo, preparó trapos, bramante y un cuchillo. Cuando las contracciones se hicieron más continuas se echó en el jergón que había preparado junto a  la chimenea. Los vecinos habían visto, algunos días atrás, que la vieja casa de Jucé Ben Sahar, había sido habitada después de muchos años,  pero su dueña era mujer discreta y poco dada a cotillear con las comadres de la aljama, aunque estas vigilaban sin demasiada discreción sus movimientos y especulaban sobre quien era aquella mujer sola, ya casi demasiado mayor para estar preñada.
aquella noche terrible, hasta las vecinas más entrometidas estaba encerradas en sus haciendas, implorando frente a sus altares por la salvación de cultivos y ganados.
Los dolores se hicieron insoportables, la respiración cada vez más agitada.  Azalía pensó  que sus riñones iban a reventar. No podía continuar tumbada. Incorporó su hinchado cuerpo y apoyando las  manos en la repisa del hogar, flexionó las rodillas  dejando caer el torso  en una posición que alivió un poco la presión en su pelvis.
Empujó, empujó. El sudor perlaba su piel iluminada por el fuego, su garganta ahogaba gemidos de un dolor lacerantemente  agudo, hasta que notó  su cuerpo desgarrado y a su hija que se deslizaba suave pero firmemente  fuera de su cuerpo.
La recogió  nerviosa entre en sus manos y se recostó con ella, por que era una niña, sobre su  vientre.  Con cuidado cortó el cordón que las unía, atándolo cuidadosamente con el bramante que había preparado.  La niña lloró fuerte y poderosamente.
Azalía contó sus deditos y vigiló la débil  respiración de la niña, que se hacía cada vez más acompasada y fuerte. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas cuando comprobó que su hija estaba entera y sana.
 Se acercó a su pequeña al pecho para que comenzara con la dura tarea de hacer que el  blanco alimento, la leche de la vida  subiera hasta poder nutrirse de ella. Era el primer trabajo que Ardelia, así se llamaría su hija, debía realizar en este mundo y de él dependía su subsistencia.
La niña se Agarró al pecho fuertemente y así, con empuje y energía succionando instintivamente,  comenzó su andadura en el mundo.
Madre e hija se durmieron  juntas, extenuadas, piel con piel, frente al fuego del hogar y bajo el calor de las mantas.
 La madre había dado la vida a su hija,  y la hija había dado nueva vida a su madre.


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