CAP XII
Luisa rezongaba cada vez más. Nunca había
salido de Zaragoza y se quejaba por todo lo referente al viaje. No parecía más
que hubiera estado toda su vida viviendo en un Palacio en vez de una mísera
habitación alquilada. Todo le molestaba, y el parloteo continuo de su criada
lamentándose tanto si hacía sol como si estaba nublado hacía que Ardelia no
pudiera más.
Estaba pensando seriamente en abandonarla en
cualquier recodo del camino, cuando finalmente llegaron al final de su viaje.
Valladolid por fin se abría ante los ojos de
las dos mujeres, con su febril actividad.
Un viejo soldado con el que hicieron el
último tramo del camino, les contó que había estado luchando en sus años mozos
junto a la legendaria Doncella de Orleans, allende los pirineos, con un
centenar de soldados procedentes como él de Valladolid, y que debido a esto les
decían los Pucelanos, derivando de como nombraban los franceses a la santa
soldado, le Pucelle. Según el anciano, así se conocería pronto a su ciudad,
Pucela.
Cuentos de viejos, dijo Luisa, Valladolid
nunca será llamada de otro modo, ¿Pucela? Que tontería.
Juana de Arco," le Pucelle"
Pasaron frente al Convento de San Pablo, que
estaba en Obras, aunque ya podía verse la imponente fachada gótica que sería
con el tiempo santo y seña de la ciudad, con sus dos campanarios gemelos que
repicaban alegres. En esa misma plaza, el Palacio Real y las dependencias
Oficiales congregaban un gran número de persona, funcionarios, mendicantes,
campesinos, nobles y gentes de toda ralea pululaban por la plaza.
El soldado, que dijo llamarse Rogelio, les
condujo hacia una posada, que a Luisa no le produjo buena impresión, a juzgar
por el gesto de desagrado que adornó su cara cuando entraron en el
establecimiento. El local, oscuro y con peculiares adornos en las paredes parecía
más una taberna soldadesca que un alojamiento decente, pero Ardelia estaba
demasiado agotada, necesitaba descansar y lo más importante, hacer llegar a su
destino una importante misiva que hacía días que había escrito, con lo que se
sentaron en una mesa y pidieron algo de comer.
Al poco tiempo, después de haber saciado su
hambre, Luisa daba cabezadas en la silla y unos ronquidos que pasaban de
livianos a profundos por momentos denotaban que Morfeo la había acogido en sus
brazos.
Ardelia se levantó, buscando alguien que
pudiera hacer llegar su misiva, dejando que Luisa descansara, al menos cuando
dormía cesaba su estridente parloteo.
Salió al exterior y vió que el Pucelano
Roger, como el soldado les había dicho que era conocido en Valladolid, dormitaba
al sol, sentado en un pequeño banco de madera. Sin querer molestarlo se apoyó
en la pared para disfrutar ella también de los primeros rayos de sol de la
primavera.
¿Busca algo la damita? Dijo Roger, sin alzar
la mirada.
Vaya, usted perdone, maese Roger, quizá he
alterado su descanso.
no me molestas criatura. Con la barriga vacía
no se descansa bien, y en las tabernas de Pucela hace tiempo que no fian a este
viejo soldado.
¿Pero no ha comido usted?, pase, y coma algo,
estaré encantada de invitarle.
Roger el Pucelano, no acepta limosnas, dijó
el anciano indignado.
Perdone, no quise ofenderle… Ardelia pensó un
momento, aunque no sería limosna si luego usted hiciera un recado para mí,
llevar un mensaje a la casa del Señor de Arriaga, lo conoce vuesa merced?
Por supuesto, Don Sancho es un hombre muy
principal en Valladolid y en todo el Reino, y ciertamente, en alguna ocasión he
hecho trabajos para él.
trabajos no muy edificantes, por cierto,
pensó el soldado.
Pues no se hable más, pase usted a la
taberna, coma algo de Pan, beba un poco de vino (Ardelia pensó que quizá sería
algo más de un poco), y vaya usted a la casa de Don Sancho. Este es el mensaje
que debe entregarle.
Ardelia le alargó un pergamino enrollado,
lacrado con el sello de su Abuelo, que el anciano introdujo en su zurrón.
El veterano y la doncella, se encaminaron
hacia el interior de la taberna, cediendo gentilmente Roger el paso a la dama,
como haría todo Hidalgo Castellano que mereciera ese nombre.
Luisa seguía dormitando, ahora entre
estentóreos ronquidos.
O hablaba en demasía o roncaba en exceso. Ni
despierta ni dormida tenía Luisa medida de lo correcto.
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