miércoles, 25 de abril de 2012


CAP XII

Luisa rezongaba cada vez más. Nunca había salido de Zaragoza y se quejaba por todo lo referente al viaje. No parecía más que hubiera estado toda su vida viviendo en un Palacio en vez de una mísera habitación alquilada. Todo le molestaba, y el parloteo continuo de su criada lamentándose tanto si hacía sol como si estaba nublado hacía que Ardelia no pudiera más.

Estaba pensando seriamente en abandonarla en cualquier recodo del camino, cuando finalmente llegaron al final de su viaje.

Valladolid por fin se abría ante los ojos de las dos mujeres, con su febril actividad.

Un viejo soldado con el que hicieron el último tramo del camino, les contó que había estado luchando en sus años mozos junto a la legendaria Doncella de Orleans, allende los pirineos, con un centenar de soldados procedentes como él de Valladolid, y que debido a esto les decían los Pucelanos, derivando de como nombraban los franceses a la santa soldado, le Pucelle. Según el anciano, así se conocería pronto a su ciudad, Pucela.

Cuentos de viejos, dijo Luisa, Valladolid nunca será llamada de otro modo, ¿Pucela? Que tontería.

                                                     Juana de Arco," le Pucelle"


Pasaron frente al Convento de San Pablo, que estaba en Obras, aunque ya podía verse la imponente fachada gótica que sería con el tiempo santo y seña de la ciudad, con sus dos campanarios gemelos que repicaban alegres. En esa misma plaza, el Palacio Real y las dependencias Oficiales congregaban un gran número de persona, funcionarios, mendicantes, campesinos, nobles y gentes de toda ralea pululaban por la plaza.

El soldado, que dijo llamarse Rogelio, les condujo hacia una posada, que a Luisa no le produjo buena impresión, a juzgar por el gesto de desagrado que adornó su cara cuando entraron en el establecimiento. El local, oscuro y con peculiares adornos en las paredes parecía más una taberna soldadesca que un alojamiento decente, pero Ardelia estaba demasiado agotada, necesitaba descansar y lo más importante, hacer llegar a su destino una importante misiva que hacía días que había escrito, con lo que se sentaron en una mesa y pidieron algo de comer.

Al poco tiempo, después de haber saciado su hambre, Luisa daba cabezadas en la silla y unos ronquidos que pasaban de livianos a profundos por momentos denotaban que Morfeo la había acogido en sus brazos.

Ardelia se levantó, buscando alguien que pudiera hacer llegar su misiva, dejando que Luisa descansara, al menos cuando dormía cesaba su estridente parloteo.

Salió al exterior y vió que el Pucelano Roger, como el soldado les había dicho que era conocido en Valladolid, dormitaba al sol, sentado en un pequeño banco de madera. Sin querer molestarlo se apoyó en la pared para disfrutar ella también de los primeros rayos de sol de la primavera.

¿Busca algo la damita? Dijo Roger, sin alzar la mirada.

Vaya, usted perdone, maese Roger, quizá he alterado su descanso.

no me molestas criatura. Con la barriga vacía no se descansa bien, y en las tabernas de Pucela hace tiempo que no fian a este viejo soldado.

¿Pero no ha comido usted?, pase, y coma algo, estaré encantada de invitarle.

Roger el Pucelano, no acepta limosnas, dijó el anciano indignado.

Perdone, no quise ofenderle… Ardelia pensó un momento, aunque no sería limosna si luego usted hiciera un recado para mí, llevar un mensaje a la casa del Señor de Arriaga, lo conoce vuesa merced?

Por supuesto, Don Sancho es un hombre muy principal en Valladolid y en todo el Reino, y ciertamente, en alguna ocasión he hecho trabajos para él.
trabajos no muy edificantes, por cierto, pensó el soldado.

Pues no se hable más, pase usted a la taberna, coma algo de Pan, beba un poco de vino (Ardelia pensó que quizá sería algo más de un poco), y vaya usted a la casa de Don Sancho. Este es el mensaje que debe entregarle.

Ardelia le alargó un pergamino enrollado, lacrado con el sello de su Abuelo, que el anciano introdujo en su zurrón.

El veterano y la doncella, se encaminaron hacia el interior de la taberna, cediendo gentilmente Roger el paso a la dama, como haría todo Hidalgo Castellano que mereciera ese nombre.

Luisa seguía dormitando, ahora entre estentóreos ronquidos.

O  hablaba en demasía o roncaba en exceso. Ni despierta ni dormida tenía Luisa medida de lo correcto.

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