viernes, 20 de abril de 2012


CAP VII

Laurent 1441

No es una mujer cualquiera, es la esposa del cambista más respetado de Zaragoza, y respetada ella misma en el gremio por sus conocimientos y buen hacer. Dijo Alphonse entre cucharada y cucharada de estofado. Además os ha dejado bien claro que hasta que su marido no regrese de la  visita a  su hacienda de Sábada, no os recibirá en su casa.
El cambista  giraba visita a sus clientes rurales  cada cierto tiempo aprovechando para supervisar su hacienda vinícola.  Azalía no había consentido en los ruegos del  comerciante en ser recibido en la casa. Hasta que su marido volviera, la mujer se amparaba en que ella sola no podía negociar nada y para ninguna otra cosa era decoroso que el joven y ella se entrevistaran.
Me importa un comino quien sea ella o toda su parentela,  dijo colérico  Laurent apurando su  copa de vino y con  una muchacha de pecho abundante y mejillas coloreadas sobre sus rodillas. Solo sé que esa mujer será mía, pese a quien pese, aunque sea a ella misma.
Las Leyes que castigan el adulterio son duras en estos reinos. Dijo Alphonse.
Laurent levantó su imponente estatura bruscamente, haciendo que la muchacha cayera al suelo.
Maldita sea, gritó apoyando sus dos puños sobre la mesa, deja tus prédicas de mal agüero, tus sermones me producen hastío y hasta las ganas de divertirme  huyen de mí, dijo alejando a la joven cortesana  de un empellón. Me retiro a mi cuarto, y no deseo que me molestes por nada.
Alphonse inclinó la cabeza ante su señor, aliviado. Al menos esta noche, sería tranquila, o al menos, eso creía el incauto, sin poder imaginar que Laurent, embozado en una capa oscura, se deslizó poco después por la ventana de su habitación ,  no sin dificultades, debidas a la ingente cantidad del excelente vino local que había ingerido.
Protegido por el embozo, llegó hasta las puertas de la casa de Abenfayá y pacientemente esperó que la cancela del corral se abriera. Había observado esa puerta otras noches y sabía exactamente lo que pasaría. Al rato, la doncella de Azalía salió sigilosa, (aquí estas, palomita, presta y puntual para el amor… pensó Laurent) a encontrarse con su amante, que la esperaba al amparo del oscuro portal vecino, dejando la puerta de la casa  entreabierta. No necesitó más Laurent, al que el relente de la noche había devuelto parte de sus facultades, que se coló sin ser visto ya que la doncella y su galán estaban muy absortos en sus gratos menesteres.
El de Ypres,  diestro en moverse sigiloso por casa ajenas, tardó menos de un instante en llegar desde la zona de cocinas a la planta noble de la casa, y no le fue en absoluto difícil introducirse, en el mismísimo dormitorio de Azalía.
La mujer,  que ya estaba  acostada, al oír los goznes de la puerta, exclamó sorprendida.
¿Que ocurre Ruth?, dijo pensando que era su doncella la que entraba, pero sin  recibir respuesta alguna.
Amparado en la oscuridad, Laurent llegó en silencio hasta el tálamo, y presto tapó la boca de la mujer para que sus gritos, de producirse, no despertaran al resto de la casa.
Azalía sorprendida y aterrada sintió las manos del hombre que burdamente tocaban sus pechos y  el peso de su cuerpo sobre el de ella.

Estaos quieta, callad, y gozareis como nunca antes lo hicisteis, dijo el rubio en francés, idioma que ella entendía por ser el de los negocios de su marido.
El aliento del hombre apestaba a vino.
Azalía se resistió con todas sus fuerzas, llegando a arañar la cara de su agresor con las uñas,  pero era inútil. La fuerza del varón se impuso a su resistencia, hasta llegar a hacerle renunciar a la lucha. Rendida, dejó que el joven saciara sus instintos, rezando para que todo acabara pronto y que nadie supiera nunca lo acontecido aquella noche.  No era esto lo que ella había imaginado de un hipotético encuentro amoroso al margen de su matrimonio. Las lágrimas arrasaban sus mejillas y de su boca no salía sonido alguno mientras el extranjero se movía torpe sobre ella ultrajándola violentamente.
 Cuando terminó, se dejó caer pesadamente a su lado mientras ella lloraba en silencio.
En ese momento, la  puerta de la habitación se abrió y Sholomón Abenfayá apareció en el umbral.  Sus gestiones habían sido provechosas y diligentes y había preferido llegar a su casa un día antes de lo previsto. Los ojos del cambista, vieron a su mujer yaciendo junto al extranjero y la ira se apoderó del anciano.
Azalía se incorporó aterrorizada y se arrojó a los pies de su marido.
Me ha forzado Sholomón, me ha forzado, sollozaba la mujer.
El extranjero se estaba acomodando la ropa, ajeno a la escena, no le daba más importancia a los hebreos que la que daría a una pareja de gatos.
Sholomón, fuera de sí, y sin hacer caso a Azalía se encaró con el joven increpándolo.
Maldito seas extranjero, has traído la deshonra a mi casa, seas mil veces maldito, dijo mientras se abalanzaba sobre él e  intentaba golpearlo, pero Laurent, atajó fácilmente el débil golpe del provecto marido cogiendo su brazo y empujando  a Sholomón fuertemente contra la cómoda. El anciano perdió pié y su cabeza golpeó en la dura madera, cayendo inerte al suelo. Una mancha oscura comenzó a extenderse sobre la alfombra del dormitorio y bajo la cabeza del Hebreo.
Laurent, cogió su capa y embozado otra vez en ella salió presuroso, sorteando a los sirvientes de la casa que habían acudido al escuchar  la algarabía
 Dejaba tras si una mujer ultrajada y un marido muerto, pero él solo pensaba como iba a explicar a su padre lo acontecido en aquella Aljama aragonesa.

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