jueves, 19 de abril de 2012

CAP IV



Laurent 

Aquel verano de 1441 era especialmente tórrido en Aragón. El espeso pelaje azabache de los magníficos frisones que montaba la expedición de comerciantes flamencos que atravesaron media Europa antes de llegar a tierras aragonesas, les hacía acusar mucho el calor reinante, lo que hacía que tanto caballos como jinetes tuvieran que parar a menudo para reponer fuerzas y líquidos. 

Laurent de Merode había llegado a pensar que no saldrían con vida de aquel paraje que los lugareños llamaban “los Monegros”, un desierto árido y seco como jamás había visto. Gracias al Altísimo, ya estaban dentro de las murallas de la capital del reino de Aragón, la ciudad de Zaragoza, el clima se había hecho más soportable, el paisaje más verde y las mujeres más bonitas y amables. 

Con su pelo rubio, casi blanco y sus mas de seis pies de altura, el joven de Merode era un gallardo doncel que despertaba los suspiros de las damas y de algún que otro caballero allá por donde fuera. El lo sabía y se aprovechaba de la circunstancia. Su carácter caprichoso, vanidoso y egoísta había dado más de un quebradero de cabeza durante el viaje a Alphonse, el sirviente que su padre había hecho que le acompañara y que más que una compañía era un censor de su comportamiento y un lastre para sus diversiones. 

Una vez acomodados en su alojamiento capitalino, Laurent y Alphonse se dirigieron a la Aljama, a hacer efectivas unas letras de cambio que necesitaban para pagar el gasto corriente de su viaje. Casi en cualquier ciudad Europea medianamente importante había cambistas hebreos que hacían efectivas las letras de su padre, un comerciante con reputación de serio y solvente. 

La casa de Abenfanyá, amparada en el intrincado trazado de la aljama vieja era fresca y ventilada. 

Tomen asiento vuestras mercedes, dijo el anciano Shimón señalándoles los elaborados escabeles, dos semicírculos dispuestos a la inversa, con reposabrazos tallados y asiento formado por una tensa pieza de brillante piel marrón. 

No tardaremos mucho, cambista, tenemos mejores compañías de las que disfrutar que la tuya. Danos lo que hemos venido a buscar y no nos hagas perder el tiempo. Dijo Laurent con altanería. No le gustaban los Hebreos, los consideraba una raza inferior y despreciable. 



Alphonse miró a Laurent con evidente contrariedad pero no dijo nada. 

El cambista, haciendo caso omiso de las maleducadas palabras del flamenco, se dispuso a realizar los apuntes necesarios para la transacción. 

La  puerta en el fondo de la estancia se abrió y una mujer con una bandeja en las manos apareció en el umbral. 

Espero que vuestras mercedes acepten este modesto refrigerio que les ofrece mi esposa, como muestra de hospitalidad y gratitud por su visita, dijo Shimón. 

La mujer, siempre con la vista fija en el suelo de la estancia, avanzó hasta llegar a la mesa donde su marido trabajaba y depositó en ella la bandeja con dos vasos de cristal, conteniendo lo que parecía una refrescante limonada, y un plato con diversas frutas confitadas. 

Laurent percibió el exquisito aroma a azahar que exhalaba la mujer y se fijó en la galanura de su talle, en el pecho firme que se adivinaba bajo su vestido verde oscuro, en sus manos blancas y finas y en el pelo castaño y ondulado que asomaba por debajo de su leve toca de verano. 

En un momento dado, las miradas de ambos se cruzaron. Ella tendría unos 35 años y el no llegaba a los 22. 

En verdad os felicito Shimón, disfrutar a diario de este exquisito manjar es un verdadero privilegio, dijo Laurent mordiendo una dulce pera escarchada y sin separar sus ojos azules de la figura de la Hebrea. 

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