jueves, 19 de abril de 2012


CAP V


Azalía, 1441. 

Aquella noche, Azalía Abenfayá peinaba pensativa su largo pelo castaño sentada frente al tocador del dormitorio. Las pasadas del peine se sucedían lentamente una tras otra, en una secuencia sin fin. De repente, la mujer del prestamista se fijó en que las canas "adornaban" en cada vez más medida su otrora brillante cabellera. 

Se miró en el espejo que descansaba sobre el mueble de madera labrada y, acercando una de las lamparillas que alumbraban la estancia paso su dedo índice por las leves arrugas que circundaban sus grandes ojos color miel. 

En Mayo había cumplido 35 años. 

¿Por qué su apariencia le preocupaba hoy más que ayer? ¿Porqué el paso del tiempo le pesaba como una losa cuando hasta ahora no le había dado importancia?. 

Ella misma se contestó. 

Había visto deseo en los ojos de aquel muchacho extranjero rubio como el sol y alto como una muralla. Y ella lo deseó también. 

Y quiso que los ojos del doncel la hubieran visto como cuando era una joven alegre de 15 años que vivía despreocupadamente en su ciudad natal, la señorial Bílbilis. 

De aquellos dorados días hacía ya casi 20 largos años, y acabaron cuando su padre Jucé Benshajar pagó con las jóvenes carnes de su hija el precio de sus deudas, cuando dió en matrimonio a Azalía, la virgen más bella de las Aljamas aragonesas, al prestamista Shimon Abenfayá, a cambio de retener en su poder la única propiedad que le quedaba en este mundo, su casa de Calatayud, que no pudo disfrutar ya que murió de una mala enfermedad pocos días después de la boda. 

En aquel trueque indecente, Azalía fue condenada por su propio padre a una existencia atada al tabardo de un anciano, que ya contaba 51 años y dos esposas repudiadas por no darle descendencia. 

Azalía tampoco se la dio, y aunque Shimón continuaba culpando a sus mujeres de la infertilidad de sus matrimonios, no se separó de su tercera esposa. Prefirió contar con su amable compañía y con el disfrute de su cuerpo joven y juncal, resignándose a que su casa se extinguiera con él. 

Azalía se marchitaba lentamente en la casa de Abenfayá, en el viciado ambiente de la Aljama zaragozana, pasando sus días administrando la hacienda de su Esposo. 

Sin hijos que la alegraran y sin un marido que sofocara sus naturales deseos, la de Calatayud volcó su tiempo en la lectura de los libros que el prestamista atesoraba, estudiando a solas, literatura, historia, economía y derecho, hasta el punto que Shimón le consultaba sobre sus inversiones y negocios. 

No había sido consciente del paso del tiempo y de que su lozanía se escapaba entre volúmenes vetustos y muros enjalbegados, hasta aquel día en que sus ojos se cruzaron con los de aquel joven de cabellos dorados.

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